jueves, 25 de abril de 2013

APRENDEMOS VIVIENDO

Vivendo discimus era el lema de Patrick Geddes (1854-1932): "aprendemos viviendo". O como dijo en posteriores ocasiones "sólo pensando las cosas a medida que se las vive, y viviendo las cosas a medida que se las piensa, puede decirse de un hombre y de una sociedad que piensan o viven de verdad". Siguiendo esta idea, en su obra más conocida titulada "Ciudades en evolución", insta a todos los ciudadanos a participar en la vida y actividades de la comunidad si queremos que nuestra apreciación sea activa, dejando de este modo algo de lo mejor que hay en nosotros en la ciudad; más rica y no más pobre debido a nuestra presencia. Por eso insistió en la necesidad de fomentar la observación y extenderla, de conocer nuestras regiones y ciudades en detalle, y de hacernos más competentes prácticamente para participar en el despertar y el desarrollo de nuestra ciudad natal, en vez de limitarnos a delegar en otros nuestras responsabilidades mediante la maquinaria electoral política o municipal.
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Patrick Geddes

            El optimista lema de Patrick Geddes, "videndo discimus", fue puesto en práctica por él mismo y su esposa con sacrificios. A los distritos de casas de vecindad apiladas en Edimburgo llevaron jardines; a las calles llenas de plagas de las ciudades indias llevó limpieza; a los estudiantes los envió a la ciudad y al campo a ver con sus propios ojos las realidades de la naturaleza. Podría decirse que era una persona comprometida por lo que se dedicó a la ciudadanía, aún a costa de retardar su propia carrera como hombre de ciencia. Geddes estaba demasiado preocupado por lo que sucedía fuera de su laboratorio y de su estudio para contentarse con un éxito personal hecho posible por la indiferencia cívica. Este mismo compromiso reclamó a los especialistas de otras disciplinas científicas animándoles a elevarse hacia opiniones, objetivos y planes comunes, como ciudadanos que conservaran y estimularan la vida en su propia comunidad y su propia región, cooperando con otros ciudadanos en todo el mundo.

            El sociólogo Zygmunt Bauman en su obra "Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores", analiza las distintas modalidades de miedos a los que se enfrenta nuestra sociedad actual planteando una conclusión no definitiva para quienes se pregunten qué se puede hacer contra el miedo. Curiosamente, y sin citarlo, llega a la misma conclusión que casi un siglo antes había llegado Geddes: la necesidad de un mayor grado de compromiso de la clase intelectual. A pesar de las dudas sobre si el concepto de intelectuales específicos o especializados no es más que un oxímoron, ahora más que nunca es necesario ejercer el pensamiento crítico que, según Adorno,  "no consiste en la conservación del pasado, sino en la redención de las esperanzas del pasado". Así, tal y como también señaló Jean-Pierre Dupuy resulta indispensable profetizar los problemas de nuestra sociedad tan encendida y clamorosamente como podamos, siendo ésta la única opción que nos queda de hacer evitable lo inevitable y, quizás, incluso, de convertirlo en algo imposible de producirse.


Zygmunt Bauman



            Desgraciadamente, salvo contadas y honrosas excepciones, la clase intelectual española anda más preocupada en su promoción laboral y económica, acomodada en un absoluto conformismo que es fomentado, agradecido y recompensado por la clase política . La cobardía de algunos de ellos les lleva  incluso a criticar a quienes sí que tienen la suficiente valentía para denunciar públicamente las incoherencias del poder y su vacíos discursos políticos. Como Lewis Mumford indicó en su libro "la condición del hombre", sólo quienes están ya muertos y vencidos necesitan aceptar la derrota y la muerte como su destino definitivo.

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Lewis Mumford

            Los denominados nuevos profetas, en palabras de Bauman, no desean que se les reconozca su poder de predicción ante los retos de la humanidad (agotamiento de los recursos naturales, cambio climático, pérdida biodiversidad, conflictividad social, etc...), más bien desean que el futuro les quite la razón, cuyo único medio de conseguirlo consiste en proclamar lo que la inmensa mayoría de la sociedad no quiere escuchar al enfrentarlo a un realidad insoslayable que pretenden ignorar para seguir viviendo en su ficticio mundo ideal. El mismo Mumford, considerado por algunos como un profeta del catastrofismo, lejos de sentirse afectado por este imagen, comentó en cierta ocasión que "me moriría feliz si supiera que en mi lápida se podría escribir estas palabras: este hombre era un tonto absoluto. Nada de lo desastroso que de mala gana predijo llegó jamás a pasar".

martes, 23 de abril de 2013

LA RESURRECCIÓN DE UNA NUEVA HUMANIDAD

En este breve artículo deseo reflexionar sobre la idea de la resurrección, entendida como el proceso de restablecer, renovar, dar nuevo ser a algo. Una idea que está de plena actualidad, aunque a algunos pueda extrañarle tal afirmación. Lo entenderán claramente si miran a su alrededor y observan el profundo estado de crisis en el que vivimos. No es sólo una crisis económica, los problemas son mucho más profundos y complejos, basados en una persistente pérdida de valores. En el libro que antecede a “Las transformaciones del hombre”, titulado “La condición del hombre”, Lewis Mumford hace un acertado retrato de la sociedad actual: “…el esquema capitalista de los valores transformó de hecho en virtudes sociales positivas cinco de los siete pecados capitales condenados por la doctrina cristiana –el orgullo, la envidia, la gula, la avaricia y la lujuria-, haciendo de ellos los incentivos indispensables para toda empresa económica”. Karl Polanyi no se queda atrás en su crítica a un sistema económico que sólo atiende a los beneficios sin importarle “los peligros involucrados en la explotación del vigor físico del trabajador, la destrucción de la vida familiar, la devastación de las vecindades, la deforestación de los bosques, la contaminación de los ríos, el deterioro de la calidad de las artesanías, la destrucción de las costumbres, y la degradación general de la existencia, incluida la vivienda y las artes”.

Lewis Mumford, en el mencionado libro “Las transformaciones del hombre” reclamaba la necesidad de un cambio de rumbo, de una transformación del hombre, en definitiva, la resurrección de una nueva humanidad. En esta ansiada transformación uno de los aspectos fundamentales es la necesidad de trascendencia y desarrollo espiritual. Claro, que previamente se requiere una profunda modificación en las llamadas religiones mundiales. Como propone Mumford, estas religiones deberían renunciar a “sus pretensiones ingenuas de revelación especial o hegemonía espiritual exclusiva, a su exigencia de poder temporal basado en tales suposiciones. Más bien deberían suavizar aquellos rasgos que las identifican con una cultura particular o una sociedad política”. Resulta inútil proseguir con la pretensión ciertas religiones de querer abrazar el cuerpo integro de la humanidad.
 
El papel de las religiones en el nuevo mundo, al que anhelamos quienes deseamos un mejor futuro para la humanidad, tiene que dirigirse a satisfacer la necesidad innata de autotrascendencia. Tal y como expuso S. Freud, la personalidad humana puede dividirse en tres partes: el ser biológico, el ser social y el ser ideal. Este último es el más frágil y el más susceptible de degradación. No obstante, este ser ideal pretende alcanzar una posición predominante, al representar la vía del crecimiento y el desarrollo permanente. Tal y como afirma L.Mumford, se nace con el primer ser, el substrato biológico; se nace al segundo ser, el ser social, que modifica y atempera los instintos animales desde las pautas o normas que establece la sociedad. Sin embargo, para llegar al tercero, el ser ideal, hay que renacer o resucitar, añadiría yo. Coincido plenamente con Mumford en que la creencia en la posibilidad de ese renacimiento es la principal aportación al género humano de las religiones monoteístas. Por el contrario, su fallo ha estribado en la ruptura que ha provocado con los elementos más bajos del ser humano.
 
La esperanza en la resurrección, en la que la muerte no es el fin, ha llevado a cierta despreocupación por los asuntos terrenales. Un verdadero desarrollo humano, la transformación que necesita nuestro mundo, precisa de la armonización de las distintas partes que conforman la personalidad humana, a la que hicimos referencia anteriormente. Para que la vida interior subsista más allá de sus primeros momentos de iluminación intensa, necesita de una vida exterior, construida, según sus percepciones que la afiance y la sostenga. Por consiguiente, ahora más que nunca hay exigir una mayor coherencia entre la proclamación de nuestras creencias y nuestros actos mundanos. La indiferencia que hacen galas muchas religiones frente a las actuales instituciones sociales lleva a fuertes contradicciones entre la reclamación de hermandad, el amor y la paz; y las continuas guerras y el egoísmo que fomenta el capitalismo. Esto nos lleva a declarar que el “hombre moral” que defiende las grandes religiones, entre ellas el cristianismo, no puede permitir “una sociedad inmoral”. Todos tenemos la obligación de denunciar las continuas disparidades entre las declaraciones y la práctica que practican de manera constante quienes ostentan cualquier forma de poder, éstas constituyen una ofensa para todos los hombres decentes.
 
A diferencia de lo que durante mucho tiempo se ha proclamado, el “Reino de Dios” sí es de este mundo. Por ello es necesario ayudar a quienes más lo necesitan. Ayudando a los demás se ayudan a sí mismos, alcanzando la coherencia entre sus creencias y sus actos, mediante el único sentimiento capaz de cambiar el mundo: el amor. Sin el cual, como concluye L.Mumford, será difícil que podamos esperar rescatar la tierra y todas las criaturas que la habitan de las insensatas fuerzas del odio, la violencia y la destrucción que actualmente las amenaza.

domingo, 21 de abril de 2013

MI ÚNICO LEGADO: EL AMOR

Muchas personas se afanan en acumular bienes materiales que legar a sus descendientes. Buscamos ansiosamente las riquezas, la popularidad, la reputación pública, todo aquello que tiene que ver con el éxito.  Una búsqueda insaciable que hacemos a costa del tiempo que nos reclaman las personas a las que decimos amar (padres, esposo/a, hijos, amigos, etc..). Nuestro ego crece y nuestro corazón se encoge. el filósofo Paul K.Feyerabend, en su lecho de muerte, tomó conciencia de lo absurdo de esta pretensión y escribió: “estos podrían ser mis últimos días. Los cuento uno por uno. La parálisis que ha surgido recientemente está causada por un derrame hemático en el cerebro. Quisiera que después de mi alejamiento quede algo de mí –ni ensayos, ni declaraciones filosóficas definitivas-; amor. Espero que sea esto lo que permanezca y que no pese mucho sobre éste el modo en que me vaya; que desearía fuese de una forma leve, como en un coma profundo, sin una lucha con la muerte que dejara detrás de sí un mal recuerdo. Cualquier cosa que suceda, mi pequeña familia, podrá vivir para siempre, Grazina, yo y nuestro amor. Esto es lo que más deseo, que no me sobreviviera absolutamente nada de mi estado intelectual sino sólo el amor”. (P.K. Feyerabend. Matando el tiempo. Una autobiografía. 1995).

  Las palabras de Feyerabend es una admonición para el recordar el amor verdadero, que está mucho más allá de todas las mascaras de pseudoamor. En estos momentos en que el Nihilismo para envolverlo todo, es bueno recordar el mensaje de Feyerabend: el verdadero amor nunca muere.

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Paul K. Feyerabend.

 

sábado, 20 de abril de 2013

LO QUE NOS DEPARA EL FUTURO

Arthur Schopenhauer en su “Arte de Buen Vivir”, manifestó que “entre los cerebros vulgares y los sensatos hay una diferencia característica que se señala a menudo en la vida ordinaria: es que los primeros, cuando reflexionan en un principio posible cuya magnitud quieren apreciar, no buscan y no consideran sino lo que puede haber sucedido ya semejante, en tanto que los segundos piensan por sí mismo en lo que pudiera suceder”. Si aplicáramos este aforismo al conjunto de la sociedad actual no nos quedaría más remedio que declararnos completamente estúpidos. Y es que nadie con un mínimo de sentido común podría vivir tranquilo ante la cantidad de información contrastada que evidencia el mal camino que ha elegido la humanidad. Nos dirigimos hacia un profundo abismo que ha sido excavado merced a un pensamiento económico basado en la explotación de los recursos del planeta y la potenciación de la competencia entre los hombres.

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Arthur Schopenhauer

            Las llamadas a la capacidad de raciocinio del hombre para abandonar la senda del capitalismo salvaje y trazar un nuevo camino con bases más humanas, han sido continuas por algunos de los más brillantes pensadores. No nos debería de extrañar que G.K. Chesterton dedicará uno de sus ensayos a la cuestión económica y lo titulará “Los límites de la cordura” (Ed. El buey mudo, 2010). Con su particular ironía, puramente inglesa, definió el capitalismo como “aquella organización económica dentro la cual existe una clase capitalistas, más o menos reconocible y relativamente poco numerosa, en poder de la cual se concentra el capital para lograr que una gran mayoría de los ciudadanos sirva a esos capitalistas por un sueldo”. A partir de esta sencilla definición se pueden hacer una serie de comentarios de vital importancia. 
G.K. Chesterton

            El primero de ellos es que este “capital” ha sido generado mediante la apropiación privada de unos recursos naturales que en ley pertenece a todos los seres vivos que habitamos este planeta. No se trata de establecer una visión bucólica de la naturaleza, sino más bien defendemos la instauración de un sistema que permita al hombre su pleno desarrollo interno y externo desde el respecto a los ciclos de la naturaleza y su capacidad de regeneración natural. En lo definitiva, nuestra propuesta pasa por realizar un monopolio socializado de la mayor parte de materias primas y los recursos de la tierra. Esta idea fue expuesta por Lewis Mumford en “Técnica y Civilización”, llegando a declarar que el monopolio privado de ciertos recursos, como el carbón y el petróleo, “constituyen un anacronismo intolerable, tan intolerable como podría serlo el del sol, el aire o el agua corriente”. ¡Qué diría nuestro apreciado Mumford si viviera para contemplar que el negocio del agua se ha convertido en realidad en nuestros días!.
            La segunda reflexión que nos surge de la definición de Chesterton tiene que ver con el papel del trabajo en el complejo entramado del capitalismo. Sobre este asunto, un compatriota suyo, William Morris (1834-1896), fue de los primeros en denunciar los perjuicios sociales derivados del capitalismo. Para Morris el sistema capitalista se basa en un estado de guerra perpetuo, bajo el grito de “hundir, incendiar y destruir”. Una guerra que obliga a los trabajadores a competir por el sustento; “y es esta lucha o competencia constante entre ellos la que permite a los cazadores de beneficios el obtenerlos y, por medio de la riqueza así adquirida, acaparar todo el poder ejecutivo de un país en sus manos”. Resulta evidente, si nos detenemos a analizar las palabras de Morris, que en esta batalla siempre ha habido un ganador: los detentadores del poder económico.


William Morris

            Los pensadores más optimistas como John Stuart Mill confiaron en que el capitalismo alcanzaría “el estado estacionario”, es decir, un orden económico en el que el área para las nuevas inversiones de capitales hubiera menguado por un proceso natural de autolimitación, en el que por medio de la procreación voluntaria, la población se hubiera estabilizado, y en el que las cifras de beneficio e interés tendieran, como resultado de este doble freno, a caer hacia cero. “Es apenas necesario señalar-dijo Mill-que un estado estacionario del capital y de la población no involucra estado estacionario del mejoramiento humano. Habrá tanto campo de acción como siempre para toda clase de cultura mental y moral y progreso social; tanto campo para mejorar el arte de vivir, y muchas más probabilidades de que sea mejorado, cuando las mentes dejen de estar abstraídas en el arte de medrar. Hasta las artes industriales pueden ser tan serie y exitosamente cultivadas, con la única diferencia de que en lugar de no buscar otro objetivo que el aumento de la riqueza, los progresos industriales produzcan su legítimo efecto, abreviando el trabajo”.

John Stuart Mill

            La profecía de Mill se cumplido en su aspecto más negativo. No cabe duda que el capitalismo hace mucho tiempo que ha alcanzado un nivel de desarrollo que permitiría cubrir con holgura las necesidades básicas de la población mundial. El problema es que no hemos sido capaces de abstraernos “en el arte de medrar” ni hemos abandonado el objetivo del “aumento de la riqueza”. Con ello estamos desperdiciando la oportunidad de lograr una economía equilibrada. Por el contrario, los desequilibrios sociales y económicos se han ido acentuando con el paso de tiempo llegando a un estado de barbarie y deshumanización en el que la vida ha perdido todo su valor.
            Nuestras perspectivas de futuro no son nada halagüeñas. Todo indica que nos dirigimos hacia un mundo en el que una minoría, cada vez más restringida, concentrada en algunos puntos del planeta y armados hasta los dientes, acaparará los menguantes recursos que nos quedan después de varios siglos de ignorancia y codicia. El resto de los humanos serán abandonados a su suerte como desechos de un sistema económico que los desprecia tanto para ni siquiera preocuparse de explotarlos. 
            La solución, a nuestro modo de ver, pasa por deshacer parte de la suicida carrera por el crecimiento económico hasta alcanzar un punto de estabilización y equilibrio. Hagamos caso de estas sabias palabras de G.K.Chesterton: “si no podemos volver atrás, parece que apenas valiera la pena seguir adelante”.

lunes, 15 de abril de 2013

JÓVENES HABITADOS POR LA NADA: FILOSOFÍA Y APEDREAMIENTOS


Creo que ya lo he contado en otra ocasión, pero, debe ser la edad, voy a repetirlo. Cada vez que paso una temporada en Granada me gusta ir a una enorme nave donde se almacenan miles de libros antiguos y de ocasión. Hasta ahora pensaba que acudía a este almacén para buscarla libros, pero, la última vez que he ido allí, me he dado cuenta que son los libros quienes me encuentran a mí. Me gusta pensar que los libros son como niños huérfanos que esperan ansiosos a que alguien amoroso se los lleve a su casa. En la última ocasión he adoptado dos libros: “La civilización del ocio” y “La sabiduría antigua: Tratamiento para los males del hombre contemporáneo” del Prof. Giovanni Reale. Al tenerlo en mis manos pensé, ¿Qué quieren decirme estos libros?¿ Por qué me han elegido?. Pronto lo entendí.
            Poco antes que iniciar la lectura del libro sobre la sabiduría antigua eché un vistazo a la prensa local. ¿Y qué me encontré?. Pues un poco lo de siempre en estos convulsos tiempos en los que se ha desatado la violencia en nuestra ciudad: quema de vehículos, atracos, miedo en la calle y apedreamiento a ciertos servicios públicos. Decidí abstraerme de la cruda realidad y sumergirme en la lectura del libro. Pero cuál fue mi sorpresa cuando en un capítulo denominado “la difusión de la violencia”, encuentro un epígrafe con el sugerente título de “jóvenes habitados por la nada”.  ¿Y saben de que va este apartado del libro?. Pues del fenómeno de los jóvenes que lanzan piedra contra los automóviles ¡Quién me iba a decir que en un libro de filosofía podía hallar parte de la respuesta sobre las causas de los frecuentes apedreamientos que sufren los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado en Ceuta!.
            El Prof. Giovanni Reale reproduce en su libro parte de un artículo del periodista Alberto Belivacqua, titulado precisamente “jóvenes habitados por la nada”, que fue publicado en el rotativo italiano Corriere della Sera, el 21 de agosto de 1994. Este periodista comentaba que, en su opinión, el lanzamientos de piedra contra los vehículos “era un tipo de terrorismo: carente, absolutamente, de motivaciones pseudoideológicas, privado de toda motivación que no sea la esa la esencia misma, perversa, del acto concluido”. Para el autor del artículo, los perpetradores de este tipo de actos no son “jóvenes”. En realidad, son “viejos”, ya que en ellos ha desaparecido completamente todo respeto por el hombre y todo el sentido de la vida. Según Belivacqua, “esos maleantes no tienen como enemigo a nada ni a nadie. Obtusamente, advierten el peso de una psique que ya no posee el bien de la inocencia y se convierten en ladrones porque tratan de robar ese  bien preciado a las otras existencias […]. Los lanzadores de piedras sueñan –en el sentido que puede soñar un inconsciente- con una sociedad de hombres semejantes a ellos: de envolturas habitadas sólo por la nada maligna, por un vacío sepulcral”.
            Estos jóvenes forman parte de un mundo profetizado por Nietzsche en el que “el aniquilamiento mediante la mano acompaña el aniquilamiento mediante el juicio”. En este escenario de tinieblas, comenta el Prof. Reale, “la inocencia es odiada oscuramente, como amenaza del remordimiento por parte de quien tiene el alma enferma: enferma del gusto de la destrucción, que no es otra cosa que la satisfacción que el hombre prueba por la nada”. En definitiva, el alcance del perfecto nihilismo, propio de aquellas vidas que suscita náusea, piedad y el placer de la destrucción.

jueves, 11 de abril de 2013

EL INFIERNO DE LOS INOCENTES

              Hace unos días fui testigo de una conversación en torno a la vida de una persona, recientemente fallecida, de la que se alabó su bondad. Nunca, según contaron, había discutido con nadie ni se le conocía enemigos. Esto me hizo pensar en la cantidad de personas que viven una vida libre de culpa: personas que trabajan regularmente en sus puestos de trabajo, mantienen a sus familias dignamente, muestran un grado razonable de bondad hacia aquellos que le rodean, soportando los insípidos días, y van por fin a la tumba sin haber cometido ningún mal activo contra un ser vivo. La misma insipidez de la existencia de tales personas -como la transparencia del agua del mar en pequeñas cantidades-oculta la colectiva negruna de su conducta. Su pecado consiste, como nos advirtió Lewis Mumford (La Conducta de la Vida, 1951), en la retirada de más exigentes oportunidades, en una negación de las superiores capacidades: en una pereza, una indiferencia, una complacencia, una pasividad más fatales para la vida que los más escandalosos pecados y crímenes.



            El apasionado asesino puede arrepentirse; el amigo desleal puede lamentar su falta de fe y cumplir sus obligaciones de amistad, pero el  hombre “humilde y honesto”, que ha obedecido las normas y meticulosamente ha rellenado todos los formularios legales, puede regocijarse por su forma de ser, aunque ésta sea profundamente desdichada. Es precisamente en nombre de tales hombres, -aquellos no ven ninguna necesidad de cambiar su mente o de rectificar su manera de actuar-, que nuestra sociedad se desliza de la desgracia a la crisis y de la crisis a la catástrofe. No es de extrañar que Dante  enviara a estos seres inocentes -aquellos que estaban ni a favor ni en contra del bien- a los infiernos. El infierno de nuestro tiempo se debe en gran parte a sus decisiones o, más bien, a su falta de acción.




            Este sentido general de irreprochable conducta ha sido cómplice, en nuestro tiempo, de nuestros más extravagantes pecados, siendo éstos, tal vez, menos los pecados de la violencia que los pecados de la inercia. Nos dejamos llevar por la parcialidad, la estrechez de miras, la rigidez, el error de cálculo y el orgullo. Y con ello, desde esta aparentemente participación involuntaria con los males, los aumentamos y corremos el riesgo de quedar atrapados en una turba homicida, similar a la que sufrió el pueblo alemán durante el nazismo. En nuestra civilización, las mismas fuerzas impersonales que presiden buena parte de nuestro destino nos implican a cada uno de nosotros, casi automáticamente, en los actos pecaminosos. Ya seamos conscientes de ello o no, los enfermos mentales son abandonados, los pobres  mueren de hambre, nuestros gobiernos fabrican armas de exterminio, el planeta se destruye para satisfacer la codicia de algunos,  y miles de similares actos del mal son realizados gracias a nuestra complicidad. Estamos involucrados en estos pecados y sólo se podrán corregir si confesamos nuestra participación y tomamos sobre nosotros, de manera personal, la carga de corregirlos.

            El primer impulso de muchas personas, cuando sienten la necesidad de un cambio social y la eliminación de algunos de los males a los que nos hemos referido con anterioridad, es darse de alta en alguna asociación, adoptar a un niño de forma virtual o prestar su firma para alguna causa justa. Estas medidas están bien, pero son insuficientes. Los retos actuales requieren una auto-transformación, y no mecanismos de piadosa expiación para acciones irrealizadas. Tampoco sirve de nada nuestra constante delegación de nuestras responsabilidades personales en las administraciones. Por el contrario, debemos reorganizar nuestras propias actividades a fin de poder dedicar una buena parte de nuestro tiempo y energía al servicio público de la comunidad.

            Tenemos que ser conscientes de que la reabsorción del gobierno por los ciudadanos de una comunidad democrática es la única salvaguardia contra las excesivas  intervenciones burocráticas que tienden a surgir en todo Estado, debido a la negligencia, la irresponsabilidad y la indiferencia de sus ciudadanos. Muchos servicios que se realizan ahora inadecuadamente, ya sea por falta presupuesto o porque están en manos de una distante burocracia, deberían ser realizados principalmente de forma voluntaria por los habitantes de una determinada comunidad local.  Esto incluye no sólo los servicios administrativos, demasiado a menudo eludidos en una democracia, como los trabajos en los consejos escolares, las asociaciones de consumidores, y cosas por el estilo, sino que también deberían incluir otros tipos de trabajos públicos, como la plantación de árboles, el cuidado de los jardines públicos y parques, incluso algunas de las funciones de la policía. A través de este tipo de trabajos, cada ciudadano no sólo llegaría a sentir como en casa en cada parte de su ciudad y su región, sino que al mismo tiempo se haría cargo de la vida institucional de su comunidad como una persona responsable.
            Desde nuestra visión, resulta contraproducente desde el punto social e inviable desde el punto de vista económico, seguir incrementando el número de funcionarios para intentar dar respuesta a unas cuestiones que necesitan otros tipos de planteamientos. Los problemas de seguridad ciudadana no se solucionan aumentando el número de policías locales, sino atajando las causas sociales y económicas que provocan la marginación y la exclusión social; el fracaso educativo no puede ser resuelto incrementando el número de docentes, más bien pasa por una profunda reforma del sistema educativo y una reeducación moral y ética; la salud de los ciudadanos no se mejorará con un incremento de médicos y centros sanitarios, sino a través de un cambio en los hábitos y costumbres, y en la mejora de la calidad ambiental de nuestro entorno; para una justicia más “justa” no necesitamos más funcionarios, sino menos burocracia.   Así podríamos seguir con el resto de los servicios que actualmente prestan las administraciones públicas, muchos de los cuales deberían ser de nuevo asumidos por los propios ciudadanos, aunque corramos el riesgo de perder nuestro socorrido chivo expiatorio al que cargarle la responsabilidad de todos los males que nos suceden.
            La crisis económica en la que estamos inmersos requiere replantearnos nuestras responsabilidades ciudadanas. Sin lugar a dudas necesitamos abordar una Revolución Integral. Claro que para esto necesitamos no hombres “inocentes” y dóciles, su lugar lo tienen que ocupar personas dispuestas a soportar las penalidades asociadas a la disconformidad con los establecidos patrones sociales. En términos coloquiales, personas dispuestas a asomar la cabeza por encima de la tapia, aún a riesgo de recibir una pedrada.

jueves, 4 de abril de 2013

SIN INTELIGENCIA NO HAY FUTURO


Hace algún tiempo publicaba “El País” un interesante artículo de opinión de Rüdiger Safranski titulado “la actualidad de Schopenhauer”. En este artículo se centraba en el mensaje de una de las principales obras de Schopenhauer: “El mundo como voluntad y representación”. En síntesis, el ensayista R. Safranski considera fundamental recuperar la idea del filósofo alemán de superar la voluntad egoísta y aprender a dejar de satisfacer nuestros impulsos de manera ansiosa. Pero no es de esto de lo que queremos tratar en este espacio de opinión, sino de una idea que leímos hace algún tiempo en otra gran obra de este pensador, “El Arte del Buen Vivir”. Schopenhauer concluye la introducción de este libro con una declaración impactante que dice así: “en general, los sabios de todos los tiempos han dicho siempre lo mismo, y los necios, esto es, la inmensa mayoría de todos los tiempos, han hecho y dicho también lo mismo, y siempre seguirá siendo así”. Pues bien una de las ideas que han compartido los intelectuales que más admiramos es la necesidad de adecuar nuestro nivel de desarrollo técnico con el nivel de nuestra inteligencia individual y colectiva.

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                                            Arthur Schopenhauer
 
Uno de los primeros al que leímos un pronunciamiento respecto al atraso del desarrollo mental en comparación con el avance tecnológico fue a Lewis Mumford. En “My Works and Days” (1985), advirtió que “el peligro del sistema industrial mecanizado no es que la población presione sobre la provisión de alimentos: el peligro es que la población presione sobre la provisión de inteligencia. Y parece claro que, al igual que con los alimentos, sin inteligencia la gente perecerá”. Antes que Mumford, un testigo del drástico cambio que sucedió en el mundo entre finales del siglo XIX y principios del XX, el historiador Henry Adams, nos han legado una descripción del sentimiento que embargaba a las mentes más lucidas de esta época: “…el poder había crecido más que su utilidad y afirmado su libertad. El cilindro había estallado y arrojado con ello grandes masas de piedra y vapor contra el cielo. La ciudad tenía el tono y la cadencia de la histeria, y los ciudadanos proclamaban a gritos, airados y alarmados, que las nuevas fuerzas debían a toda costa ser sometidas a control. Una prosperidad que no había sido imaginada antes, un poder que el hombre no había ejercido aún, una velocidad que no había sido alcanzada sino por los meteoritos habían dejado al mundo irritable, nervioso, displicente, falto de razón y asustado”.


                                                   Lewis Mumford
 
Otro de los intelectuales que nos alertó sobre el problema de la falta de inteligencia a la hora de utilizar los nuevos instrumentos técnicos fue el considerado uno de los más brillantes científicos del siglo XX, el físico Albert Einstein. En su obra autobiografía, “Mis ideas y opiniones”, recoge el siguiente pensamiento: “lo que el genio creador del hombre ha brindado en los últimos cien años podría habernos ofrecido una vida mucho más placentera y tranquila si el desarrollo de la capacidad de organización hubiese ido a la par del progreso técnico. Tal y como están las cosas, en manos de nuestra generación, esos bienes que tanto costó lograr son como una navaja barbera en manos de un niño de tres años. En vez de libertad, la posesión de maravillosos medios de producción ha traído consigo hambre y preocupaciones”.

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La lista de autores que han llegado a planteamientos similares a los expuestos con anterioridad sería interminable, pero no nos resistimos a incluir uno más reciente, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2010 . Nos estamos refiriendo al escritor libanés Amin Maalouf, que en su último libro “El desajuste del mundo”, ha llegado a declarar que “la pregunta pertinente no es si nuestra mentalidad y nuestro comportamiento han progresado en comparación con los de nuestros antepasados; es si han evolucionado lo suficiente para permitir que les plantemos cara a los gigantescos retos del mundo de hoy”. Sinceramente, nosotros tenemos serías dudas de la capacidad del hombre de estar a la altura de las circunstancias. Al menos de la capacidad del hombre “posthistórico”, descrito por Roderick Seidenberg, en lo que nos hemos estamos convirtiendo debido a la adaptación por completo a la máquina. Si miramos a nuestro alrededor o somos capaces de un sincero ejercicio de autocrítica nos daremos cuenta que, salvo raras excepciones, somos unos ignorantes de nuestra propia ignorancia.
 
Amin Maalouf
 

El futuro de la humanidad depende del pleno ejercicio de nuestra inteligencia. El mundo no se salvará de la autodestrucción si no conseguimos erradicar la ignorancia mediante la difusión de la cultura y la educación. Por eso sentimos tanta desazón cuando nos enteramos del alto índice de fracaso escolar; de la incultura de algunos sectores de la sociedad que desconocen los nombres de los más notables escritores que ha dado nuestro país, pero que se saben de pe a pa la alineación de la selección de fútbol; de la acción de aquellos que aprovechan cualquier legítima movilización ciudadana para dar rienda suelta a la violencia animal; de tantos descerebrados que circulan por nuestras calles con la música a toda pastilla y las ventanas bajadas; de las noticias sobre las guerras, el fanatismo religioso, la corrupción, la tortura, la pena de muerte,..; de tantas y tantas cosas que nos hace dudar de la inteligencia del ser humano. No obstante, coincidimos con Bertrand Russell en la idea de que “la inteligencia, la paciencia y la elocuencia, más tarde o más temprano, pueden liberar a la especie humana de las torturas que se impone a sí misma, siempre que no se autoelimine antes”.

 

miércoles, 3 de abril de 2013

LA IDEA DEL ISLAM


La idea del Paraíso en el islam tiene mucho que ver con sus orígenes desérticos. En la magnífica descripción que hace Waldo Frank del ambiente en el que surgió el islam, en su “España Virgen”, comentaba que los desiertos en los que nace esta “idea”, “el mundo del día es un mundo de violencias, sin agua y sin dulzura; el mundo de esta vida que apenas es una marcha falaz y apasionada hacia el crepúsculo. La noche es el reino del hombre, su amada realidad: un mundo de jardines en los que fluye el agua, un hogar de llamas tranquilas, un paraje de sombras y de meditación, un refugio empapado de amor. No es extraño el triunfo de Mahoma, el amo de las tierras de la desolación, que aún conduce su pueblo a través de un día de llamas hacia el sueño revelador de su sombrío paraíso”. 
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He entrecomillado la palabra idea para referirme al islam, ya que en opinión de Frank, “el Islam clásico no es esencialmente una religión; es una idea. Una idea en movimiento, en movimiento horizontal cuyo punto de partida es el triunfo. El que sigue al Profeta no puede perder. Lo peor que puede suceder es morir, y la muerte en el sagrado campo de la batalla significa beatitud  huríes. Sigue diciendo esta pensador que “la vida del islam era un ventajoso estado de guerra. En el caos ingente del desierto se creó este esfuerzo constante de avance, y el islam fue perpetua invasión. La vida de este pueblo no era más que guerra, invasión, conquista…, muerte al fin. Lo contrario de la guerra –de la vida del islam-era la paz”.
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La tragedia del islam, desde el punto de vista de Waldo Frank, que yo comparto, estriba en dos razones: la primera de ella es que “el cuerpo (simbolizando a la idea del islam) se movió, pero las formas del cuerpo no se movieron, de lo cual resultó que el cuerpo comenzó a pudrirse en cuanto cesó de crecer por la yuxtaposición de la conquistas exteriores”. En segundo lugar, el islam carece de “la autonomía del sistema para la creación de las ideas, por medio de la cual la vida se recrea. El lenguaje literarios de los árabes es el mismo que el del Corán, porque el dogma declara que la maraña de los escritos de Mahoma es perfecta, y….¡Quién se atreverá a cambar lo que es perfecto!. Se puede decir que “la idea del islam ha impedido su propio crecimiento”. Esta muerte por inanición, que es patente en el Islam moderno, está ya implícita en su origen.  
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                Mi conclusión es que, como acertadamente comentaba Nasama Ali Ahmed en uno de sus escritos, es necesario que los musulmanes aborden una profunda autocrítica en torno a la idea que sostiene su manera de entender la vida..y la muerte. Tarea harto complicada si no son capaces de romper los férreos vínculos que les unen con unos textos que fueron redactados para que nunca fueran cuestionados o interpretados. Lo único que podemos solicitar a los musulmanes es que, si ellos mismos no son capaces para salir de la cárcel ideológica en la que se han cerrado de manera voluntaria,  al menos permitan que quienes estamos fuera de su “idea” podamos ayudarle a escapar de un presidio del que nosotros pudimos escapar hace varios siglos por medio de la ilustración y la razón.

martes, 2 de abril de 2013

SALUD Y ENFERMEDAD EN LA CIUDAD

Tal y como expresó Edward T. Hall en su conocida obra “La dimensión oculta”, todos los animales tienen necesidad de un espacio mínimo, sin el cual no pueden sobrevivir: es lo que denominó el “espacio crítico” de cada organismo. Cuando la población aumenta tanto que ya no hay espacio crítico disponible, aparece una “situación crítica”. Este tipo de situaciones se resuelven de modo natural por el método más sencillo: la supresión de algunos individuos. Ciertos estudios, como los de P. Errigton (1957) revelaron que las ratas almizcleras comparten con el hombre la propensión a volverse salvajes en condiciones de hacinamiento estresante. Y demostró además que cuando la densidad de población pasa de cierto límite disminuye la natalidad en las ratas almizcleras.
 
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                                                 Edward T. Hall
 
Los etólogos, durante mucho tiempo, se resistían a declarar abiertamente que los resultados de sus trabajos tuvieran una aplicación directa al hombre, a pesar de que sabían a ciencia cierta que los animales hacinados y estresados sufren ataques cardiacos, problemas circulatorios y una menor resistencia a las enfermedades. Estas resistencias han sido poco a poco anuladas ante la rotundidad de las evidencias científicas que han demostrado que tanto animales como los hombres (que no dejamos de ser un tipo particular de animal) responden ante el exceso de población con el mismo tipo de enfermedades: alta presión sanguínea, enfermedades del aparato circulatorio y enfermedades del corazón, aunque en su alimentación entren pocas grasas.
 
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Ian L.McHarg, dedicó el último capítulo de su libro “Proyectar con la naturaleza” (Ed.Gustavo Gili, 2000), a la salud y la enfermedad en la ciudad. Partiendo del argumento de Scott Williamson que sostenía la unidad de la salud física, social y mental, y su relación con ambientes sociales y físicos específicos, realizó un estudio experimental en la ciudad de Filadelfia para esclarecer la correlación existente entre enfermedad y ambiente. Para ello recopiló diversas estadísticas sobre las tres categorías de salud aludidas (física, social y mental), así como una serie de datos referentes a la situación económica, el origen étnico de la población, la calidad de la vivienda, la contaminación atmosférica y la densidad. Toda esta información se representó en mapas para mostrar las zonas de salud relativa y enfermedad. El resultado más evidente fue que el centro de la ciudad, el de mayor densidad de población y el más deprimido desde el punto de vista socioeconómico, era también el centro de la enfermedad.

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                                                  Ian McHarg
 
En esta misma obra de Ian McHarg se hace alusión a los experimentos con ratas que llevaron a cabo el doctor Calhoun y el doctor Jack Christian. Este último llegó “a la conclusión de que a medida que la densidad aumenta, también aumenta las presiones sociales que se manifiestan en enfermedades de estrés”. Asimismo, comprobó “que todo ello afecta no sólo a la capacidad reproductora (ACTH y las hormonas andrógenas inhiben a las ganadotrófinas), sino que también provocan enfermedades cardiacas y renales” y en las glándulas suprarrenales. Por su parte, el doctor Calhoun se centró más en los cambios del comportamiento social relacionados con los incrementos en la densidad. Lo importante es que ambos investigadores estaban convencidos de que “los efectos que habían observado en las sociedades animales son aplicables al hombre, como queda confirmado por la semejanza de las enfermedades sufridas por los animales de los experimentos y por los hombres en ambientes urbanos”.

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La conclusión a la que llegó Ian McHarg es que existe una estrecha relación entre densificación, la presión social y la enfermedad. Según su criterio, compartido con G.Scott Williamson, “la salud individual va unida a la familiar y la comunitaria”, siendo la enfermedad física, mental y social manifestaciones unitarias.

lunes, 1 de abril de 2013

ENFERMEDADES DE LA CIVILIZACIÓN

            Reflexionando sobre la enfermedad vino a mi memoria la lectura del libro “Némesis médica” de Iván Illich, o los apuntes de André Gorz, en “Ecología y política”, que analizaron de manera brillante la relación entre medicina, salud y sociedad. Estos autores coincide en destacar una idea que puede resultar obvia, pero que tenemos costumbre de olvidar: las enfermedades aparecen y desaparecen en función de factores relacionados con el medio ambiente, la alimentación, el hábitat, el modo de vida y la higiene (hygieia), entendida, en su sentido original, como el conjunto de reglas y condiciones de vida. Una mejora en estas últimas, tales como la existencia de una eficaz red de abastecimiento y saneamiento o la alfabetización, explicaría el 85,8 % de las disparidades de esperanza de vida en el mundo. Quizá muchos ignoran que la ausencia de tratamiento de las aguas fecales es actualmente la principal causa de muerte en el planeta, o por decirlo de otra manera, la construcción de la redes de saneamiento en las ciudades a finales del siglo XIX aumentaron la esperanza de vida en más de veinte años.

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                                    Iván Illich

Según André Gorz, “la medicina no puede dar la salud cuando el modo y el medio de vida la degradan. Los antropólogos y los epidemólogos lo saben de sobra: los individuos no solamente enferman a causa de algún ataque exterior o accidental, curable mediante cuidados técnicos: enferman también, aún más frecuentemente, por la sociedad y la vida que llevan... Resulta evidente que las enfermedades degenerativas, así como la infecciosas de las que han tomado el relevo, son fundamentalmente enfermedades de civilización”. Así, siguiendo la terminología creada por Winkelstein, tendríamos que hablar de enfermedades de la opulencia (provocadas por el exceso de ingesta de alimentación, el escaso ejercicio físico, etc…); enfermedades de la velocidad (estrés, ansiedad,…), enfermedades de la contaminación, etc…

                                        André Gorz

 
En un estudio de la Agencia Internacional para la investigación contra el cáncer, dirigido por el profesor Higgison, estableció que el 80 % de los cánceres son debidos al medio y al modo de vida de las sociedades industriales. Cada día disponemos de nuevos datos respecto a los caracteres patógenos de la contaminación del agua que bebemos; del aire que respiramos; de los alimentos que consumimos, cargados de pesticidas, hormonas y antibióticos; de los productos químicos que utilizamos a diario; y hasta de las prendas que vestimos. Sabemos igualmente que las condiciones laborales causan muchas enfermedades, que la contaminación acústica afecta cada día a más personas, que el ritmo impuesto por la sociedad capitalista produce graves desequilibrios emocionales, a unos niveles que ha llevado a situar al suicidio como la principal causa de muerte no natural en los países desarrollados. Todos tendríamos que hacernos la siguiente pregunta. ¿Por qué exigimos constantemente medios contra las consecuencias y costos de la enfermedad, pero no para protegernos contra las enfermedades mismas, eliminando sus causas?¿Por qué reivindicamos más medios sanitarios en lugar de preocuparnos de las condiciones que harían prescindir en buena medida de sus cuidados?¿Por qué en lugar de modificar nuestros hábitos de vida malsanos exigimos a nuestro médico que atenúe sus efectos?. La respuesta, en opinión de André Gorz e Iván Illich, habría buscarla en el hecho de que “la práctica de la medicina es un comercio; las relaciones entre los profesionales de las atenciones médicas y el público son relaciones mercantiles: el profesional vende lo que los clientes piden o aceptan adquirir individualmente. La medicina está desempeñando de hecho una acción defensiva del estado de cosas existentes: postula implícitamente que la enfermedad es imputable al organismo enfermo y no a su medio vital y laboral, y con ello no pone en cuestión esas formas de vida y de trabajo contra las cuales se rebela el organismo defendiéndose de ellas con una especie de huelga simbólica. La mayor parte de las enfermedades, en efecto, significan también un “no puedo más” del enfermo, una incapacidad para adaptarse o enfrentarse por más tiempo a una serie de circunstancias que comportan un sufrimiento físico, nervioso, psíquico insostenible a la larga para este individuo, y para todo individuo sano… La higiene, es decir, el arte de vivir de una forma sana, sólo puede integrarse en las conductas y actividades cotidianas en la medida en que los individuos sean dueños de su ritmo y de su medio de vida y trabajo”.

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En definitiva, nuestra salud esta a merced de un modo de vida impuesto por una pensamiento tecnoburocrático del que resulta muy difícil salir y unas condiciones ambientales, igualmente relacionadas con la lógica capitalista, que afectan gravemente a nuestra salud física y mental. El cambio es posible, la esperanza persiste, pero el precio que debemos pagar es muy alto en concepto de cambios en nuestros hábitos y costumbres. La viabilidad de esta transformación depende tanto de un radical cambio en nuestra actitud personal, -que en materia de salud pasaría por comer menos y mejor, hacer ejercicio y aquilatar los beneficios de nuestro elevado “nivel de vida”-; como en promover desde el ejercicio de una ciudadanía activa las modificaciones de carácter global que harían viable otra manera de vivir…y de morir.

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