Los árboles y sus hojas nos dan
muchas lecciones. Todos los otoños, comentaba Ruskin, “nos embarga la melancolía
cuando vemos el remolino de las hojas que caen marchitas, ¿y no pudiéramos muy
cuerdamente levantar los ojos de la esperanza, considerando los grandiosos
monumentos que tras sí dejan? Contemplad cuán hermosos son y cómo se dilatan en
arcadas y en naves las avenidas de los valles, formadas por las arboledas que
adornan las colinas. ¡Qué firmes, qué eternas! Son la alegría del hombre, el
bienestar de todas las criaturas vivas, la gloria de la tierra, y a pesar de
ello no son más que los monumentos de esas pobres hojas, que vuelan lánguidamente
y pasan junto a vosotros para morir. No las dejemos pasar sin que comprendemos
su último consejo y ejemplo; para que también nosotros, sin preocuparnos del
monumento funerario, edifiquemos en el mundo un monumento que enseñe a los demás,
no dónde hemos muerto, sino donde hemos vivido”. Esta lección de la hoja la
podemos trasladar al cuidado y conformación de la imagen de nuestras ciudades,
nuestros jardines, edificios y espacios públicos. Lo que nosotros hagamos con
nuestro paisaje urbano y natural dirá de nosotros mucho más que las crónicas de
los logros tangibles alcanzados. Ellos permanecerán y nosotros, como las hojas,
si nos elevamos espiritualmente, nos convertiremos en el abono que haga posible
la renovación de la vida.
José Manuel, he buscado dónde hacerme seguidora de tu blog, pero no lo encuentro. De todos modos, tomo nota del enlace para llegar hasta aquí.
ResponderEliminarSaludos.