viernes, 24 de enero de 2014

LECCIÓN DE BOTÁNICA

Hace unos días a mi hijo pequeño le dieron su primera clase de botánica. Le explicaron las partes de una planta, las funciones de cada una y las diferencias entre un árbol, un arbusto y las hierbas.  Cuando me lo contó, le pregunté: ¿Os ha enseñado una planta para que la toquéis y veáis sus características? No papá, me contestó. Nos han enseñado unas imágenes en la pizarra digital. Al ver mi cara, mi hijo me preguntó: papá, ¿Qué importancia tiene? Total se trata de simples plantas. Entonces le dije: “Te equivocas, hijo. Las plantas son el producto y fenómeno principal de la vida; nuestro mundo es un mundo verde, en el que los animales son comparativamente pocos y pequeños, y todos dependientes de las plantas. Por las plantas vivimos”. Querido hijo, proseguí, “algunas personas tienen la extraña idea de que viven por el dinero. Piensan que la energía es generada por la circulación de billetes”.  Qué cosas tienes, papá…Escúchame con atención, hijo. Esta idea no es mía. La leí en un libro que suelo tener entre mis manos ¿Te refieres a este viejo libro que tiene las pastas despegadas? Sí, a ese me refiero. ¿Y qué dice ese libro respecto a lo que estamos hablando? Pues en él Patrick Geddes, rebosante de alegría, nos decía que “la maravilla de las estrellas, la maravilla de la piedra y la chispa, la maravilla de la vida y de la gente, son la sustancia de la astronomía y la física, de la biología y las ciencias sociales”. Entonces, ¿Qué nos deberían enseñar en la escuela, papá? Muy sencillo. Deberían enseñaros a apreciar las puestas de sol y los amaneceres, la luna y las estrellas, las maravillas de los vientos, las nubes y la lluvia, la belleza de los bosques, la luna y los campos.

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Por un momento mi hijo se quedó pensativo. Papá. Dime, hijo. ¿Tú crees que Patrick Geddes utilizaba una pizarra como la del cole para dar sus clases de botánica? Seguro que no. Si hubiera presenciado una lección como la que te dieron a ti hubiera dicho, lo que dejó escrito en su libro: “¡Pongan a los niños a observar la naturaleza, no con lecciones rotuladas y codificadas sino con sus propios tesoros y fiestas de belleza, como son sus piedras, minerales, cristales, peces y mariposas vivas, flores silvestres, frutas y semillas! Por encima de todo, muéstrenles las plantas cultivadas y los animales bondadosamente domésticos, que domesticaron al hombre en el pasado y que ahora vuelven nuevamente hay que hacer volver para que lo civilizen y le den paz”.

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Papá, ¿A ti te enseñaron a observar la naturaleza cuando eras pequeño? Desgraciadamente no. Todos nosotros, los adultos, hemos sido más o menos hambreados y mutilados; en las escuelas hasta se nos convirtió artificialmente en retardados por falta de esas observaciones y no se despertó  nuestra inteligencia con la labor y los juegos de la naturaleza. ¿Es que nunca os llevaron de excursión, papá? Ahora que lo dices recuerdo que una vez nos llevaron al parque de San Amaro para limpiarlo y esto nos sirvió para darnos cuenta de la importancia de no ensuciar el bosque. También recuerdo con cariño un trabajo que nos encargó mi profe de ciencias naturales, el profesor Jesús Ramírez. Nos mandó recoger algas de la orilla  y confeccionar un algario. Para muchos de nosotros fue una experiencia inolvidable y sirvió para que algunos compañeros descubrieran su vocación por el estudio de la naturaleza. Parece divertido, papá. Claro que sí. Escúchame. ¿Sabes cual es el secreto de la verdadera felicidad? No. Pues escucha con atención lo que decía al respecto John Ruskin: “el observar cómo crecen los cereales, y cómo se abren las flores; el respirar a pleno pulmón, manejando el arado o el leer, pensar, amar, esperar y meditar son las ocupaciones que hacen al hombre feliz; son las que siempre tuvieron la virtud de producir este buen efecto, y nunca tendrán la virtud de hacer otra cosa”. Uh…Creo que lo he entendido. ¡Por eso me lo pase también cuando me llevaste a observar aves con tus amigos de la SEO!



Bueno, es hora de acabar con esta improvisada lección de botánica.  ¿Te ha gustado? Sí, papá. Creo que te he entendido. Mejor me llevas este fin de semana al campo y me explicas la diferencia entre un árbol, un arbusto y la hierba. Será mucho más divertido y lo pasaremos bien.


LECCIÓN DE LA HOJA

Los árboles y sus hojas nos dan muchas lecciones. Todos los otoños, comentaba Ruskin, “nos embarga la melancolía cuando vemos el remolino de las hojas que caen marchitas, ¿y no pudiéramos muy cuerdamente levantar los ojos de la esperanza, considerando los grandiosos monumentos que tras sí dejan? Contemplad cuán hermosos son y cómo se dilatan en arcadas y en naves las avenidas de los valles, formadas por las arboledas que adornan las colinas. ¡Qué firmes, qué eternas! Son la alegría del hombre, el bienestar de todas las criaturas vivas, la gloria de la tierra, y a pesar de ello no son más que los monumentos de esas pobres hojas, que vuelan lánguidamente y pasan junto a vosotros para morir. No las dejemos pasar sin que comprendemos su último consejo y ejemplo; para que también nosotros, sin preocuparnos del monumento funerario, edifiquemos en el mundo un monumento que enseñe a los demás, no dónde hemos muerto, sino donde hemos vivido”. Esta lección de la hoja la podemos trasladar al cuidado y conformación de la imagen de nuestras ciudades, nuestros jardines, edificios y espacios públicos. Lo que nosotros hagamos con nuestro paisaje urbano y natural dirá de nosotros mucho más que las crónicas de los logros tangibles alcanzados. Ellos permanecerán y nosotros, como las hojas, si nos elevamos espiritualmente, nos convertiremos en el abono que haga posible la renovación de la vida.  


lunes, 20 de enero de 2014

EL CAMINO DE LA VERDAD



El pensamiento nace del error. Cuando la acción es satisfactoria y cumple su objetivo no hay motivo para mantener la atención; pensar es confesar una falta de ajuste, la cual debemos parar a considerar. Solo cuando el organismo falla al lograr una adecuada respuesta a su entorno hay material para el proceso del pensamiento, y  cuanto más grande es el error, la búsqueda se vuelve más intensa y el pensamiento avanza con mayor rapidez y profundidad.

El error, por tanto, forma parte de la vida y es una fuente de conocimiento extraordinaria. La frase “rectificar es de sabios” está cargada de razón. Pero es distinto rectificar cuando uno yerra en la búsqueda de la verdad, que cuando lo hace tras ser descubierto en una flagrante mentira o una estratagema para salirse con la suya. Quien falla siguiendo el primer camino, el de la verdad, tendrá posibilidad de llegar al Templo de la Cultura y la Sabiduría.  Los que toman el segundo camino, el de la mentira, más o menos encubierta, terminan solos, perdidos y dando vueltas en círculo sin avanzar.

El camino de la verdad está plagado de obstáculos, trampas y empinadas cuestas.  Es una lástima que no aprovechemos las descripciones, planos e indicaciones que sobre este camino nos han dejado los grandes pensadores de la humanidad. Trabajaron, como nosotros, para su propio crecimiento personal, pero fueron los suficientemente generosos para dedicar buena parte de su vida a plasmar por escrito sus reflexiones y pensamientos. 


Al escribir esta reflexión he recordado un precioso pasaje escrito como Rudolf Eucken para la introducción a su obra "Los grandes pensadores". Dice así: "A través de aquellos grandes espíritus llega a nosotros constantemente el reino de la cultura; nuestro trabajo está unido a ellos por innumerables hilos. Pero a menudo permanecen extraños para nosotros; falta una cálida relación personal: las estatuas de los dioses del Partenón, que contemplamos sólo desde fuera, no abandonan su sublime pedestal para participar de nuestros cuidados y de nuestros esfuerzos, ni siquiera parecen unidos entre sí en comunidad alguna. Si nos aproximamos hacia el centro de su vida, si alcanzamos su profundidad espiritual en donde el trabajo se convierte para ellos en desarrollo del propio ser, entonces el efecto cambia: las frías estatuas adquieren vida y empiezan a hablarnos, su creación parece movida por las mismas cuestiones de las que depende nuestra dicha y nuestro dolor. A la vez que se establece entre los héroes una conexión y aparecen los mismos como cooperadores en una obra común: en la construcción de un mundo espiritual en el reino de los hombres, en la lucha por un alma y por un sentido de nuestra vida. Así caen todos aquellos mundos divisorios y nosotros podemos entran en aquel Partenón como en nuestro propio mundo, como en nuestro hogar espiritual".

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Rudolf Eucken

jueves, 2 de enero de 2014

EL AMOR A LA NATURALEZA

Hace algún tiempo, cuando  tenía responsabilidades laborales en la coordinación de equipos de  trabajos medioambientales, una operaria me dijo que no quería ir al campo. Le pregunté que cual era el motivo y me dijo que le molestaba el incesante sonido de los pájaros.  Aquella respuesta me inquieto sobre manera. ¿Cómo podía a alguien sentir repulsa por el canto de los pájaros y no molestarle el ensordecedor ruido de la ciudad? Esta idea no ha dejado de darme vuelta por la cabeza.  La respuesta a esta inquietante pregunta la he encontrado en el libro “La naturaleza y el hombre” de John Ruskin. Decía este sabio escocés que “si bien la ausencia de amor a la naturaleza no es razón suficiente para condenar a nadie, su presencia es el distintivo infalible de la bondad del corazón y de la justicia en la percepción moral”. Este amor por la naturaleza, continúa Ruskin, “no es el distintivo de las personas más inteligentes, sino de las que tienen una imaginación brillante, intensa simpatía y principios religiosos indefinidos”.  ¿Qué es entonces los que impide a muchas personas recibir las gratas impresiones de la naturaleza, como en el caso referido? El motivo no hay que buscarlo en “la agudeza de la razón ni la amplitud de la humanidad, sino más bien es consecuencia “de sus bajas preocupaciones, sus vanos descontentos y sus placeres mezquinos; y por uno, que en virtud de alguna abstracción profunda o de un elevado propósito, esté ciego para ver las obras de Dios, hay miles y miles que tienen los ojos sellados por un egoísmo vulgar y la inteligencia arruinada  con preocupaciones impías”.



Siguiendo esta argumentación, Ruskin concluye que la humanidad puede dividirse en tres órdenes de seres:  “el inferior, sórdido y egoísta, que ni ve ni siente; el segundo, noble y simpático, que ve y siente; mas no obra ni saca consecuencia alguna;  y el tercero y más elevado, que despliega la vista en resoluciones y el sentimiento en obras”.  Nadie está predestinado a formar parte de uno de estos tres órdenes. De hecho muchos hemos pasado por estos estadios hasta la alcanzar el nivel superior. En este nivel la vida se ve de manera muy distinta. Comienza a sentir la vida en toda su intensidad. Las flores que antes no apreciabas atraen tu atención; la luz del sol penetraba hasta tu interior llevándote alegría y bienestar; el aire que entra en tus pulmones es una continua renovación de la vida; la sombra de los árboles te abrazan con ternura; el bosque te acepta como uno de los suyos; te paras para observar los pájaros que antes no atraían tu atención; la sensibilidad la tienes a flor de piel y la emoción te embarga varias veces al día ante los más simples testimonios de amor y cariño; el mar es una fuerza insondable que te recuerda tu fragilidad y el milagro de la vida; te sientes parte de una totalidad superior que otorga sentido a tu existencia; juzgas a los demás de manera benévola y compresiva… En definitiva, sientes el continuo fluir de la vida y su incesante renovación. Este amor por la naturaleza te conduce al compromiso activo por su defensa, su conocimiento y la difusión de sus infinitas bondades. 


miércoles, 1 de enero de 2014

UN PROPÓSITO PARA EL AÑO 2014



El pasado viernes fui a recoger uno de los regalos de esta navidad, el libro de John Ruskin titulado "La naturaleza y el hombre". Tardaron un rato en encontrarlo en los fondos de la librería Reciclaje de Granada. Cuando lo cogí entre mis manos me embargo una intensa emoción que se acrecentó al apreciar que se trataba de un libro intonso,  es decir, un libro que conservaba los pliegos sin abrir.  Este ejemplar había permanecido nada menos que setenta años esperando al lector para el que fue creado. Y ese afortunado lector era yo. Con paciencia y una gran excitación fui cortando uno a uno los pliegos con un cuchillo e iban apareciendo los títulos de los breves capítulos que contiene este maravilloso libro de Ruskin. Al finalizar esta delicada operación comencé de inmediato a leerlo y ayer mismo acabé. Cuando pasé la última página hice algo que puede resultar extraño para quien no aman los libros: lo besé. Sí, lo han leído bien, besé el libro en señal de agradecimiento por lo mucho que me ha aportado. Había esperado setenta años a que alguien desvirgara sus páginas y dejará que la sabiduría que contiene viera la luz. No podía menos que estrujarlo entre mis brazos y besarlo. Sé que ahora está contento, no por mis caricias, sino por la vida recobrada. No le ha importado que en sus páginas ahora aparezcan líneas subrayadas en azul, ni párrafos resaltados por corchetes rojos, ni tampoco anotaciones en sus márgenes.

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                El libro me ha hablado y me ha recordado cuál es nuestro trabajo respecto a la naturaleza y los seres humanos que nos acompaña en nuestra travesía vital. Según me ha explicado, “este universo infinito es insondable, inconcebible en su todo, por lo tanto cada persona debe descifrar cuidadosamente y contemplar con detenimiento la parte de él que le sea posible abarcar; luego exponer a sus inferiores lo que aprendió, separándolo de lo infinito; como el que coge una violeta en el campo, que no se aprovecha o perfecciona con sólo coger la violeta o la planta si no se hace visible la flor, y debe, además, hacer visible la influencia que ejerce en su corazón y tributarle la honra de los buenos pensamientos que ha suscitado en él y escribir sobre estos efectos la historia de su propia alma”. Y esto voy a hacer. Uno de los propósitos de este nuevo año 2014 va a consistir en recoger y sacar de este hermoso libro las ideas que me ha hecho vibrar, escogerla para el caso y la obra que me ocupen, explicarlas a los demás con toda la claridad y energía que pueda y coronarlas con la narración del bien que por medio de estos pensamientos hizo en mi espíritu.