Todos aquellos que gozan de cierta capacidad
de análisis y sienten inquietud por lo que acontece a su alrededor, dedican tiempo y
esfuerzo a identificar y combatir las causas de nuestra crisis
multidimensional. Entre este grupo de personas son mayoría quienes se detienen
en estudiar la dimensión exterior de la crisis. Una crisis externa que puede
resumirse en una breve sentencia: una edad de expansión, o en términos
económicos de crecimiento, está cediendo el paso a una edad del equilibrio.
Muchos se resisten a reconocer que el periodo del crecimiento económico, de la
expansión territorial, poblacional e
industrial ha terminado.
Sin
embargo, siendo importante el aspecto exterior de la crisis, nada es comparable
a la crisis interna que sufre el hombre. El pensamiento materialista nos ha
llevado a confundir las necesidades de supervivencia con las de satisfacción de
los aspectos más elevados de la condición humana. Nuestra supervivencia física
depende, como es lógico, de tener acceso a bienes tan vitales para la vida como
el aire, el agua, una alimentación adecuada, una vivienda con unas mínimas
condiciones de habitabilidad. A partir de este primer plano de requerimientos
básicos vamos ascendiendo hacia otros no menos importantes, como las
necesidades de comunicación y cooperación, de relación sexual y paternal, de
amistad, de compañerismo y apoyo mutuo, etc…
Pero si
hablamos en términos de satisfacción de la vida, la referida escala ascendente
de necesidades, desde la mera vida física hasta el estímulo social y la
evolución personal, debe ser trastocada. Tal y como comentaba Lewis Mumford en
su obra “La condición del hombre”, “las necesidades más importantes, desde el
punto de la realización de la vida, son aquellas que estimulan la actividad
espiritual y promueven el crecimiento espiritual: la necesidad de orden,
continuidad, significación, valor, objetivos y designio; necesidades de las que
han surgido el lenguaje, la poesía, la música, la ciencia, el arte y la religión”.
Este ascenso desde las necesidades de supervivencia a las de satisfacción
requiere un continuo esfuerzo personal. Si no queremos ser víctimas de nuestras
propias pulsiones instintivas, tenemos que aumentar de manera constante la
proporción del tiempo que dedicamos a satisfacer las necesidades superiores
sobre las necesidades inferiores.
El hombre
actual se encuentra anclado a sus necesidades elementales y esto le lleva a
regodearse en su satisfacción, en vez de servirles como indispensable sostén de
una vida plena. Debido a ello son muchos los que se detienen en las meras
necesidades básicas, complicándolas y refinándolas hasta el absurdo. Un ejemplo
paradigmático es el preponderante papel que hoy se le ha otorgado a la
gastronomía. Los programas televisivos y radiofónicos, así como las
publicaciones dedicadas a la cocina han crecido a un ritmo inusitado, como
también lo han hecho los establecimientos de restauración y las tiendas de gourmet
o delicatessen. Entender de gastronomía y de vinos ha pasado a ser un signo de
distinción neoburguesa, de ahí el auge de los clubes gastronómicos y la
organización de catas vinícolas que sirven de iniciación al buen beber y el
buen comer. Algo similar podríamos decir de la vestimenta, rehén de los
continuos vaivenes de una moda fluctuante al servicio del consumismo y a cubrir
el cuerpo de un seres más desnudos por dentro que por fuera.
Como
consecuencia de la retención del hombre entre las redes de las necesidades
inferiores se han acentuado los procesos de fijación social y la detención del
desarrollo de la persona. Tal y como apuntaba Mumford “cuanto más complicado y
costoso el aparato para asegurar la supervivencia del hombre, más probable es
que sofoque los fines para los que humanamente existe. Esa amenaza no fue nunca
más fuerte que hoy día, porque la misma exquisitez de nuestro aparato mecánico,
en cada aspecto de la vida, tiende a colocar al proceso no humano por encima
del fin humano”. Siguiendo esta idea, el propio Mumford dejó por escrito “que
la elevación del hombre por encima de su estado puramente animal consiste en el
aumento constante de la proporción de necesidades superiores sobre necesidades
inferiores, y la mayor contribución de estas vitalidades y energías al
modelamiento de personalidades más ricamente dotadas y más plenamente
expresivas”.
Durante buena
parte de la historia pocos fueron los
que tuvieron la oportunidad de dedicar parte de su tiempo a la autorealización
personal. La mayor parte de la gente no tenía más remedio que dedicar casi toda
su jornada al sufrido trabajo agrícola o ganadero, y su alimentación estaba
orientada en exclusiva al mantenimiento de la fuerza física indispensable para
extraer con gran esfuerzo los frutos de la tierra. Según la máquina fue
ocupando espacio en las tareas productivas aumentó de manera progresiva la
disponibilidad de tiempo para el ocio y la cultura. Lo que parecía la
culminación del sueño de los principales representantes del liberalismo
político y económico se convirtió en una pesadilla al caer en descrédito los
ideales que tradicionalmente habían acompañado al “otium cum dignitate” del
que hablaba Cicerón, es decir, al "ocio digno" u "ocio que
merece la pena”.
Nuestro actual
ocio indigno se caracteriza por su pasividad y la permutación del orden de
prelación del “otium cum dignitate”.
El mismo Mumford resume este fenómeno en este párrafo magistral de su conocida
obra “Técnica y civilización”: “demasiado aburrida para pensar, la gente leía;
demasiado cansada para leer, podía ir al cine; incapaces de ir al cine; podían
encender la radio; en cualquier caso, podían evitar la llamada a la acción”. Estas
palabras fueron publicadas en 1934, cuando todavía no había llegado a los
hogares la televisión, ni muchos los videojuegos, los ordenadores, internet o
los teléfonos móviles. Con la práctica universalización de estos artilugios
tecnológicos el ocio se ha vuelto cada día más pasivo y estéril desde el punto
de vista de la realización personal y la satisfacción espiritual, agudizando de
este modo la crisis interna de nuestra civilización.
Si realmente estamos
interesados en resolver la actual crisis externa debemos enfrentar previamente
la crisis interna del propio hombre. Nuestra primera acción para superar esta difícil coyuntura consiste
es remendar nuestros ideales y valores, acto que tiene que venir acompañado por
la reorganización de la personalidad humana en torno a sus necesidades superiores
y más importantes. Una personalidad que debe mantenerse en un proceso
permanente de crecimiento y renovación, de modo que nuestras principales tareas
pasen a ser el autoexamen, la autoeducación y el autocontrol. Todo lo que rodea
al hombre, las organizaciones, las instituciones, la economía, el poder, la cultura,
la naturaleza, la tecnología, las ciudades, etc…, deben ponerse al servicio de
la plena realización del hombre para nutrir, refinar, ampliar y profundizar la
personalidad individual y colectiva. En definitiva, la cada día más amplia variedad
de artificios y medios técnicos tienen que ponerse al servicio de crecimiento
continuado de la personalidad humana y el cultivo de una existencia
significativa, plena y equilibrada.
La única justificación de la vida en sí es su plenitud. Sin plenitud no hay vida que valga.
ResponderEliminarEstoy enterándome de la profundidad del Sr. Mumford porque llegó a mi un texto escrito por el, esto me llevó a un blog donde aparece este texto que está muy bien escrito, muy claro. Gracias José Manuel, creo que has logrado un balance entre lo que pensaba el Sr. Mumford y lo que tu piensas y apoyas.
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