Ceuta, 8 de noviembre de 2013.
Hoy he retomado mis paseos
matutinos por el campo. Salí esta mañana, de nuevo, con el propósito de visitar
el fuerte del Sarchal, o cárcel de mujeres, como se le conoce popularmente en
Ceuta a esta antigua fortificación del siglo XVIII. Cuando ya estaba llegando,
volví mi mirada hacia el Estrecho, comprobando que el día se encontraba
despejado y claro. La costa meridional de la Península se veía con
gran nitidez. Pensé entonces, ¿Voy a desaprovechar la oportunidad de disfrutar
de este maravilloso espectáculo de la naturaleza? Y me puse a subir la empinada
cuesta que lleva a la puerta de Ceuta de la fortaleza del Hacho. Tengo que
confesar que llegué un tanto exhausto. Han sido demasiados días de inactividad
y las piernas me pensaban como si fueran de hierro. Pero lo conseguí. Alcancé
la cima y, tras unos pocos segundos para tomar algunas imágenes panorámicas y
recuperar el aliento, me adentré por el camino que rodea al conjunto
amurallado. Esta vez sí que he podido completar el recorrido que une la Tenaza y su Pastel con el
Baluarte de Málaga. Una vez allí tenía dos opciones: bajar hacia el Desnarigado
o completar la vuelta hasta el punto de inicio, la puerta de Ceuta. Y no me lo
he pensado. Con decisión me dirigí hasta el control de seguridad y me dejaron
seguir sin problemas.
Al
volver la esquina del Baluarte de Fuente Cubierta, me fijé en un saliente
rocoso que cumplía todos los requisitos para servir de punto de parada, donde
descansar, beber un poco de agua y sentarme para escribir mi crónica campestre.
Sin un motivo aparente y tener plenamente conciencia de lo que estaba haciendo,
he cruzado mis piernas, erguido mi espalda, he colocado las manos en posición
de meditación y cerrado los ojos. Mi mente, durante unos segundos, se ha
quedado completamente en blanco. Al momento he empezado a escuchar de manera nítida
los sonidos de la naturaleza y el canto de los pájaros que provenían de
distintos lugares, a sentir el aire y el calor del sol en mi cuerpo. Acto seguido me he localizado en el espacio. Primero en el
Monte, en Ceuta, luego en África, a continuación en el planeta tierra y, por último,
en el cosmos. Me sentía como un pequeño punto de energía en la inmensidad del
universo. Al notar al sol acariciando mi rostro y calentando mi cuerpo, he
apreciado el extraordinario don de la estrella sobre la que giramos. Con razón
nuestros antepasados lo adoraban con tanto entusiasmo y agradecimiento. Entendieron
y tuvieron siempre presente que el sol y la vida están unidos de una forma
indisociable. ¡Qué milagro es el sol! ¡En la profunda oscuridad del universo
nuestro planeta siempre tiene una cara iluminada! La noche es un recordatorio
de la vida. Una pausa que nos ofrece el tiempo para valorar el asombroso regalo
del sol, la luz y la vida. Recordé en ese instante un pasaje de la obra “Isla
del Atlántico” de Waldo Frank: “la vida es bella, porque Dios la renueva todas
las mañanas; infiltra su aliento en cada uno de nosotros todos los días”. Ese
aliento vital sentía que entraba a mi cuerpo con cada inspiración que hacía en ese
estado de profunda conexión orgánica con el cosmos: un momento de revelación y completa
eclosión de mi ego cósmico. Mi sentido de la totalidad era pleno y cuando abrí
los ojos experimenté una agradable sensación de tranquilidad, de amor y de
agradecimiento por la vida.
Al girar mi cabeza, mis ojos, -aún acostumbrándose a la luz-, se detuvieron en los viejos muros de la fortaleza del Hacho. Fue entonces cuando aprehendí el sentido del tiempo. Aquellas vetustas piedras eran el símbolo de un pasado que nos deja nunca y de un futuro que está a las puertas. Somos tan sólo un eslabón en la inmensa cadena de la vida y de la humanidad. A lo más que podemos aspirar es a dejar una breve anotación en los margenes del libro de la vida, como aquellos antiguos habitantes de Ceuta que dejaron sus grafitos sobre la puerta de la ciudadela. Nosotros también predestinados a escribir un mensaje que les sirva de guía a quienes proseguirán atravesando la permanente abierta puerta del futuro.
Al girar mi cabeza, mis ojos, -aún acostumbrándose a la luz-, se detuvieron en los viejos muros de la fortaleza del Hacho. Fue entonces cuando aprehendí el sentido del tiempo. Aquellas vetustas piedras eran el símbolo de un pasado que nos deja nunca y de un futuro que está a las puertas. Somos tan sólo un eslabón en la inmensa cadena de la vida y de la humanidad. A lo más que podemos aspirar es a dejar una breve anotación en los margenes del libro de la vida, como aquellos antiguos habitantes de Ceuta que dejaron sus grafitos sobre la puerta de la ciudadela. Nosotros también predestinados a escribir un mensaje que les sirva de guía a quienes proseguirán atravesando la permanente abierta puerta del futuro.
Debido
al frenético ritmo que nos impone de manera absurda la sociedad no tomamos conciencia
de la oportunidad única que tenemos los seres humanos de gozar de un vida
consciente. Entender esta idea es entender el sentido de la vida. Vivir
instantes como el que he tenido la suerte de experimentar esta mañana es
incrementar la sensación de haber vivido la vida. Si la vida tiene sentido,
como dice Waldo Frank, “en la mayoría de las vidas, sólo está latente. Mi
destino es vivir el sentido de la vida”. Y pienso cumplir mi destino.
¡Boom!
Un enorme estruendo que resulta ser el cañonazo de las doce me saca de mi
profunda meditación. Al fondo las campanas de la Catedral anuncian el
mediodía. Es hora de regresar. Aún me queda un buen trecho antes de llegar a
casa.