miércoles, 24 de julio de 2013

ES UNA CUESTIÓN DE ABUSO DE PODER DEL HOMBRE SOBRE LA MUJER


Tengo por costumbre no pronunciarme sobre un determinado hecho sin  conocer todos los datos  y sin esperar un tiempo prudencial para no dejarme llevar por el fragor del momento.  Recabada la información pertinente y trascurrido el tiempo necesario para meditar lo que quiero decir, no puedo esperar más para posicionarme sobre las declaraciones del Sr. Benaissa. Ningún ciudadano con conciencia cívica debería callar ante estas declaraciones atentatorias contra la libertad y la dignidad de las mujeres.  Todos tenemos el deber de defender determinados principios básicos sobre los que se sustentan nuestra sociedad democrática como la libertad y la igualdad. Callar es, como poco, demostrar indiferencia ante unas declaraciones intolerables en un país civilizado. Y no están los tiempos para seguir callados e impasibles frente a un continuo cuestionamiento de la esencia de nuestra identidad cultural. Es el momento de marcar una clara línea que distinga entre la legítima libertad de creencias y los derechos fundamentales que asisten a cualquier ser humano. Los hombres y  las mujeres tienen el derecho inalienable de vestirse, acicalarse,  perfumarse y mirar adonde les dé la gana. 

No se puede consentir por más tiempo que las mujeres sean consideradas por algunos como fuente permanente de incitación al pecado, como menores de edad que necesitan la protección del macho. Decir que esto responde a ideas medievales es denigrar una  época con más luces que sombras. Más bien estamos ante una involución del pensamiento hacia comportamientos prehumanos donde no existían controles éticos que permitieran al ser humano el control efectivo de sus pulsiones instintivas. La democracia, tal y como declaró en cierta ocasión Cornelius Castoriadis, es impensable sin la permanente autolimitación del ser humano. Los hombres, al menos así me veo yo, no estamos todo el día babeando por las esquinas cada vez que nos cruzamos con una mujer. En el mundo occidental, nos hemos acostumbrado desde niños a compartir pupitre con  niñas, aulas en la universidad con adolescentes y lugar de trabajo con mujeres adultas como nosotros. Nuestra mente está ocupada, casi siempre, con preocupaciones menos elevadas de tono, aunque algunas mentes enfermas no se lo crean.

Craso es el error que pretende que el sexo es feo, profano y corrupto. El acto sexual, según decía acertadamente Waldo Frank, “tanto en su consumación como en su frustración, simboliza el hado de la necesidad humana de amar…Cada verdadero abrazo sexual tiene en sí su noche oscura del místico; el paso de ella a la luz; la contemplación, al propio tiempo, de la noche oscura y de la salida de ella”. En este error han recaído la mayor de las principales religiones. Sin ir más lejos, el cristianismo durante muchos siglos degradó el acto sexual y con él a la mujer. No fue hasta el siglo XVI cuando se produjo, según Mumford, una profunda modificación en el sexo, en el amor y en la paternidad. A partir de este periodo histórico el gran tema del arte fue la celebración y goce de la mujer. Los pintores desnudaron a la mujer, revelaron los encantos de la naturaleza e idealizaron las posibilidades de la experiencia erótica. Desde este momento, la mujer siente su poder: su poder de dar y negar. Un poder que personas como el Sr. Benaissa se niegan a reconocer a la mujer.  Mujeres que deben ser sumisas, castas y reguardadas de las pecaminosas miradas de otros hombres. Mujeres que deben ocultar sus atributos sexuales, las formas de su cuerpo,  la belleza de sus ojos y su ondeante melena. Mujeres que deben limitar todo su horizonte vital al servicio de su marido y a la crianza de sus hijos. Mujeres que no pueden decir con quien acostarse sin que sean tachadas de fornicadoras. Mujeres que dicen ser tratadas como tesoros y así encerradas de este modo en los más lúgubres rincones de su casa.

Estamos, en definitiva, ante un problema de poder. Un ejercicio de domino absoluto que determinados hombres imprimen sobre sus mujeres, muchas de las cuales ni siquiera toman conciencia de su verdadera situación de sumisión y carencia de libertad. Poco podemos hacer los demás por liberar a estas mujeres de la postración al hombre. Son ellas quienes deben dar el primer paso. Nosotros tan sólo podemos ayudarlas, asistirlas y darle la cobertura legal que requiere el inevitable y deseable reencuentro de estas mujer con su reprimida sexualidad.

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