Tengo por costumbre no
pronunciarme sobre un determinado hecho sin
conocer todos los datos y sin
esperar un tiempo prudencial para no dejarme llevar por el fragor del
momento. Recabada la información
pertinente y trascurrido el tiempo necesario para meditar lo que quiero decir,
no puedo esperar más para posicionarme sobre las declaraciones del Sr.
Benaissa. Ningún ciudadano con conciencia cívica debería callar ante estas
declaraciones atentatorias contra la libertad y la dignidad de las mujeres. Todos tenemos el deber de defender
determinados principios básicos sobre los que se sustentan nuestra sociedad
democrática como la libertad y la igualdad. Callar es, como poco, demostrar
indiferencia ante unas declaraciones intolerables en un país civilizado. Y no
están los tiempos para seguir callados e impasibles frente a un continuo
cuestionamiento de la esencia de nuestra identidad cultural. Es el momento de
marcar una clara línea que distinga entre la legítima libertad de creencias y
los derechos fundamentales que asisten a cualquier ser humano. Los hombres y las mujeres
tienen el derecho inalienable de vestirse, acicalarse, perfumarse y mirar adonde les dé la gana.
No se puede
consentir por más tiempo que las mujeres sean consideradas por algunos como
fuente permanente de incitación al pecado, como menores de edad que necesitan la
protección del macho. Decir que esto responde a ideas medievales es denigrar
una época con más luces que sombras. Más
bien estamos ante una involución del pensamiento hacia comportamientos prehumanos
donde no existían controles éticos que permitieran al ser humano el control
efectivo de sus pulsiones instintivas. La democracia, tal y como declaró en
cierta ocasión Cornelius Castoriadis, es impensable sin la permanente
autolimitación del ser humano. Los hombres, al menos así me veo yo, no estamos
todo el día babeando por las esquinas cada vez que nos cruzamos con una mujer.
En el mundo occidental, nos hemos acostumbrado desde niños a compartir pupitre
con niñas, aulas en la universidad con
adolescentes y lugar de trabajo con mujeres adultas como nosotros. Nuestra
mente está ocupada, casi siempre, con preocupaciones menos elevadas de tono, aunque
algunas mentes enfermas no se lo crean.
Craso es el error que pretende
que el sexo es feo, profano y corrupto. El acto sexual, según
decía acertadamente Waldo Frank, “tanto en su consumación como en su
frustración, simboliza el hado de la necesidad humana de amar…Cada verdadero
abrazo sexual tiene en sí su noche oscura del místico; el paso de ella a la
luz; la contemplación, al propio tiempo, de la noche oscura y de la salida de
ella”. En este error han recaído la mayor de las principales religiones. Sin ir
más lejos, el cristianismo durante muchos siglos degradó el acto sexual y con
él a la mujer. No fue hasta el siglo XVI cuando se produjo, según Mumford, una
profunda modificación en el sexo, en el amor y en la paternidad. A partir de
este periodo histórico el gran tema del arte fue la celebración y goce de la mujer.
Los pintores desnudaron a la mujer, revelaron los encantos de la naturaleza e
idealizaron las posibilidades de la experiencia erótica. Desde este momento, la
mujer siente su poder: su poder de dar y negar. Un poder que personas como el
Sr. Benaissa se niegan a reconocer a la mujer.
Mujeres que deben ser sumisas, castas y reguardadas de las pecaminosas
miradas de otros hombres. Mujeres que deben ocultar sus atributos sexuales, las
formas de su cuerpo, la belleza de sus
ojos y su ondeante melena. Mujeres que deben limitar todo su horizonte vital al
servicio de su marido y a la crianza de sus hijos. Mujeres que no pueden decir con quien acostarse sin que sean tachadas de fornicadoras. Mujeres que dicen ser tratadas
como tesoros y así encerradas de este modo en los más lúgubres rincones de su
casa.
Estamos, en definitiva, ante un problema
de poder. Un ejercicio de domino absoluto que determinados hombres imprimen
sobre sus mujeres, muchas de las cuales ni siquiera toman conciencia de su
verdadera situación de sumisión y carencia de libertad. Poco podemos hacer los
demás por liberar a estas mujeres de la postración al hombre. Son ellas quienes deben
dar el primer paso. Nosotros tan sólo podemos ayudarlas, asistirlas y darle la
cobertura legal que requiere el inevitable y deseable reencuentro de estas mujer
con su reprimida sexualidad.
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