En su obra “El
redescubrimiento de América”, Waldo Frank, después de describir los dioses y
cultos del poder, incluyó un capítulo titulado “Vivamos confortablemente”. Las
ideas que allí expone han estado
flotando en mi mente hasta que han encontrado otros pensamientos
análogos de cuya unión ha brotado una explicación razonable a algunos fenómenos
tan característicos de nuestro tiempo como el individualismo, el parasitismo y
el infantilismo. El elemento aglutinante de las ideas que pululan por uno de
los rincones de mi mente, donde la corriente del pensamiento las ha arrastrado,
es el poder. Según Frank, parte inseparable de toda vida dedicada al poder es
el culto del confort.
El confort, en
sus orígenes, fue un medio para contrarrestar el cansancio provocado por las
duras jornadas de trabajo de las personas dedicadas a la explotación y cultivo
de los recursos naturales. No tardó demasiado tiempo en convertirse en un fin
en sí mismo y un valor en alza. Si el poder fue una estrategia para hacer
frente a las difíciles condiciones de un medio natural y cultural hostil,
pronto se dirigió de manera exclusiva a la satisfacción del deseo de confort.
Waldo Frank compara este proceso a la segunda ley de la termodinámica, la
entropía. En opinión de este pensador, al igual que la energía del movimiento
posee la tendencia dominante a convertirse en calor, “en el hombre, la energía
del poder fluye hacia la necesidad del confort. Esta entropía psicológica no
puede ser revertida. El poder, con sus grados de cansancio, esterilidad,
vacuidad interior y pasividad, se orienta hacia el anhelo de confort. Más dicho
anhelo no produce nuevo poder. El hijo del hombre dotado de poder es con
frecuencia un buscador de confort; pero la consecuencia de su culto ya no será
el poder”. Como consecuencia de este
fenómeno entrópico, “el poder acabará, pues, por criar una raza tan impotente
que carezca hasta de los medios para buscar el confort”. Y esto es precisamente
lo que está sucediendo.
Cuando el confort era un anhelo natural
En el libro “El pentágono del poder”, Lewis Mumford dedica
un apartado, -desde su visión organicista-, a los dos modos básicos de
interrelación que se dan en la naturaleza: el parasitismo y la simbiosis. En el
capítulo titulado “la amenaza del parasitismo” advierte que el sistema capitalista
se mantiene en buena parte gracias a una serie de sobornos, en forma de
seguridad, aparente prosperidad y aumento del ocio, que tiene como correlato el
incremento de las formas de parasitismo. El soborno del que habla Mumford es
aquel por el cual la megatécnica, a cambio de su aceptación incondicional,
aporta a sus beneficiarios una vida sin esfuerzos, una vida confortable, a
partir del disfrute de “una plétora de mercancías prefabricadas, obtenidas
mediante un mínimo de actividad física, sin sufrir dolorosos conflictos ni
penalidades: la vida pagada a plazos, por así decir, pero con una tarjeta de
crédito sin fondos, y con una cláusula final –la náusea existencial y la
desesperación- que solo podrá leerse en la letra pequeña”.
Para acreditar sus comentarios sobre el parasitismo Mumford
aludía en su obra a los estudios pioneros de Curt P. Richter, iniciador de los
estudios sobre los ritmos biológicos y padre de la
Psiconeuroendocrinología. Richter comparó las características
de la domesticación de las ratas con las que produce el “Estado de Bienestar”:
excesos en la alimentación, ausencia de situaciones peligrosas, confort
doméstico, acondicionamiento del clima, etc. A partir de sus estudios
científicos percibió unos males semejantes, -de los observados en las ratas-,
en una población humana excesivamente protegida. Según relataba Mumford, los
estudios Richter apuntaban a una relación estrecha entre la sobreprotección en
la “sociedad afluente” (término acuñado por K.Galbraith) y “la incidencia cada
vez mayor de la artritis, enfermedades de la piel, diabetes y dolencias
circulatorias; mientras que el riesgo de que aparezcan tumores se ha agravado,
al parecer debido a una excesiva secreción de hormonas sexuales. No menos
llamativo es el agotamiento de la vitalidad y el incremento de desórdenes
psíquicos y neuróticos”. Parte de estas observaciones han sido confirmadas por
ulteriores trabajos como los de Edward T. Hall, en su obra “la dimensión
oculta”.
El investigador Curt P. Richter
Los efectos psíquicos de una vida cada día más tendente a la
ausencia de pensamiento, esfuerzo e interés humano son evidentes: el
infantilismo o la senilidad prematura. Uno de los más eminentes psicólogos que
ha dado la historia, el norteamericano William James, proclamó “que los
sufrimientos y las penurias, por lo general, no consiguen mermar el amor a la
vida; por el contrario, se diría que acentúan su valor. La fuente suprema de la
melancolía es el hartazgo. Lo que nos espolea es la necesidad y la lucha; la
hora de nuestro triunfo es la que nos trae el vacío”. Llevado por esta idea,
Mumford hizo esta reflexión: “cuando ya no son necesarios ni el esfuerzo
físico, ni la tensión, ni el peligro, ni el rigor para ganarse la vida, ¿Qué es
lo que mantendrá sano al hombre moderno?.
Los peligros de la
sobreprotección que lleva a cabo el llamado “estado del bienestar” fueron ya
percibidos por uno de los primeros y más brillantes analistas políticos, Alexis
de Tocqueville. En su conocido libro “la democracia en América”, incluyó el
siguiente comentario sobre el Estado: “...por encima se alza un poder inmenso y
tutelar que se encarga exclusivamente de que sean felices y de velar por su
suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno. Se asemejaría a la
autoridad paterna si, como ella, tuviera por objeto preparar a los hombres para
la edad viril; pero, por el contrario, no persigue mas objeto que fijarlos
irrevocablemente en la infancia (el subrayado es nuestro); este poder quiere
que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Se esfuerza
con gusto en hacerlos felices, pero en esta tarea quiere ser el único agente y
el juez exclusivo; provee medios a su seguridad, atiende y resuelve sus
necesidades, pone al alcance sus placeres, conduce sus asuntos principales,
dirige su industria, regula sus traspasos, divide sus herencias, ¿no podría
librarles por entero de la molestia de pensar y del trabajo de vivir?”.
Alexis de Tocqueville
Autores actuales como Feliz Rodrigo Mora, en su “Giro
estatolátrico. Repudio experiencial del Estado de bienestar”, son
extremadamente críticos con los sobornos que nos prestan la tecnología y los
estados a cambio de fomentar la desintegración moral y la apatía general en la
sociedad. Todo indica que hemos perdido de vista que “si el interés suscita el
esfuerzo, el esfuerzo estimula a su vez el interés” (Mumford dixit). Así que no
podemos menos que escandalizarnos cuando lejos de fomentar la cultura del
esfuerzo entre nuestros conciudadanos, tanto jóvenes como adultos, el Estado
ejerce un paternalismo de consecuencias atroces para la propia salud física y
psicológica de sus “beneficiarios”.
La ansiosa búsqueda del confort, promovida y alentada por
el capitalismo, en su interés de hacer crecer la economía mediante el fomento del
consumismo, ha sido clave para el reforzamiento del sentimiento individualista.
Hasta mediados del pasado siglo, según describe Eric Hobsbawm en su magnífica
“Historia del siglo XX”, el “nosotros” predominaba sobre el “yo”. Y en parte
era así por la falta de confort. Según narra este enorme historiador, “la vida
de la clase trabajadora tenía que ser en gran parte pública, por culpa de lo
inadecuado de los espacios privados…Los amas de casa participaban en la vida
pública del mercado, la calle y los parques vecinos. Los niños tenían que jugar
en la calle o en el parque. Los jóvenes tenían que bailar y cortejarse en
público. Los hombres hacían vida social en “locales públicos”.
Eric Hobsbawn
La irrupción de la televisión en el
hogar, en opinión de Hobsbawn, “hizo innecesario ir al campo de fútbol, del
mismo que la televisión y el video han hecho innecesario ir al cine, o el
teléfono ir a cotillear con las amigas en la plaza o en el mercado”. De modo
que “la prosperidad y la privatización
de la existencia separaron lo que la pobreza y el colectivismo de los espacios
públicos habían unido”. Este divorcio con el espacio público, tanto en el
sentido figurado como en el físico, ha
derivado en una relación irreconciliable. La pereza domina nuestra vida pública
y privada. Rehuimos cualquier llamada a la acción. Tal y como dejó por escrito
Lewis Mumford en “Técnica y Civilización”, “demasiado aburrida para pensar, la
gente leía; demasiado cansada para leer, podía ir al cine; incapaces de ir al
cine, podían encender la radio”. Hoy día, son muchos los hogares que tienen
varios televisores en la casa, conexión de Internet y un móvil para cada uno de
los miembros de la familia. Es cierto que no todos gozan de esto privilegios,
pero sí es la aspiración general de todos los miembros sociedad. Contando con todas estas comodidades en el
hogar, ¿A quién le apetece salir a una asamblea ciudadana o, simplemente, ir al
parque con los niños?. Uno de los pocos motivos que movían a la gente a salir
era hacer la compra y hasta esto se puede hacer ya por Internet. ¿A dónde nos
conduce este paraíso del confort?.
Llegados a este punto, tenemos que
cuestionarnos si nuestro anhelo de confort consigue el confort que tanto
ansiamos. Desde luego, no parece que lo consigan todos los artilugios que el
mercado nos incita a adquirir de manera compulsiva. Al menos no el confort
interno. Si, como lo define Waldo Frank, el confort es una armonía entre las
fuerzas del cuerpo y las del exterior, una armonía sentida, esto significa que
el factor determinante reside dentro del hombre. En palabras del propio
W.Frank, “la condición esencial para conseguir confort es tener el freno en
nosotros mismo”. A modo de ejemplo, comentaba este pensador norteamericano, que
“un hombre que habite en un cuarto del Hotel Ritz no podrá sentirse confortable
si le duelen las muelas; en cambio, con los nervios en equilibrio puede
sentirse confortable en un granero…”. Tomando como referencia esta definición y
su ejemplo demostrativo, todos deberíamos tener claro que “no se puede
conseguir el confort mediante aplicaciones prácticas, y cuanto más complejas
sean las fuerzas externas que nos acosan, tanto más fuerte tiene que ser el
freno interno que asimile dichas fuerzas y las armonice en este ritmo subjetivo
que es el confort”.
Si de verdad queremos alcanzar el
confort no nos queda más remedio que cambiar de camino. Un camino que solo es
posible transitar si somos capaces de desarrollar la capacidad de autocontrol,
autoexamen y autoconocimiento. Tenemos que ampliar nuestro sentido de la
compresión, cuyos medios más eficaces son la literatura, el arte, el ocio estudioso, todas aquellas actividades
capaces de satisfacer las necesidades superiores del ser humano. Gracias a
estos medios puede el hombre, según Frank, “contemplarse a sí mismo y
contemplar su relación con el todo de la vida, que le dota de la sabiduría
suficiente para equilibrar las fuerzas hostiles”. Unos medios a los que debemos
exigir que se adapten al sentido de la verdad y de la totalidad, y no limitarse,
como hacen ahora, a calmar nuestros nervios o nuestra vanidad.
Saludos,te agradezco mucho la atención que dedicas a mis formulaciones e ideas. Para cualquier cosa quedo a tu disposición.
ResponderEliminarFélix