Desde hace tiempo no hago otra
cosa que darle vueltas a una serie de ideas que rondan por mi cabeza. Son como
las piezas de un puzzle que, si eres
capaz de encajarlas, obtienes una preciosa imagen. Durante breves instantes
vislumbré el puzzle montado y experimenté una agradable
sensación de bienestar. Intuyo que la imagen obtenida es de calidad y puede
resultar útil para dar respuesta a los importantes retos individuales y
colectivos a los que hoy día nos enfrentamos.
Las piezas son complejas y la distinción entre algunas de ellas es
difícil. Sólo unas pocas contienen elementos reconocibles, palabras sueltas que
quieren formar una frase cargada de sentido. Términos como organismo,
mecanicismo, organización, 15M, democracia, política,…, son las piezas claves
del puzzle y una metáfora en sí misma de la idea principal que las une a todas:
la relación entre el todo y las partes.
Atascado
en el montaje de este complejo puzzle mental decido coger dos piezas que me parecen
fundamentales: en el centro de cada pieza figura, respectivamente, la palabra
organismo y organización. Las piezas no encajan entre sí, aunque en apariencia
son muy similares. Presto más atención y empiezo a desvelar las diferencias. La
más notable es que, según Waldo Frank, “en el organismo, unidad y vida
unificadora están en todas partes, infusas en todos sus elementos”. Mientras
que “en una organización, la unidad se impone racionalmente en sus componentes
y permanece exterior a su naturaleza intrínseca”. Pongamos un ejemplo para ver
más claras las diferencias. Un organismo sería el propio ser humano: su vida
está en todas sus partes. Sin embargo, en una empresa comercial, existe un
pequeño y limitado grupo de personas, los jefes, que la dirigen y, por tanto,
su unidad viva no recae en sus trabajadores.
Lo
más curioso de ambas piezas, y de ahí la dificultad a la hora de montar el
puzle, es su carácter dual. Depende de la orientación que le des a la pieza
pasa de organización a organismo, o viceversa. Ejemplo de la primera
posibilidad, es decir, de la conversión de una organización en organismo, y
tomando como referencia el caso anterior de la empresa comercial, puede suceder
que los trabajadores vayan más allá o se le permita implicarse en la dirección
del negocio en el que prestan su servicio a cambio de un salario, identificando
la empresa consigo mismo y relacionándola con la que sociedad en la que se
encuentran insertos. Cuando sucede esto, la organización llega a convertirse en
un organismo. Pero puede suceder, como es más frecuente, que un grupo de
organismos, el propio ser humano sin ir más lejos, devenga en una organización
mecanicista, de los que podríamos citar innumerables ejemplos: los ejércitos,
las densas burocracias públicas, los partidos políticos, etc…
La
diferencia entre una organización y un organismo es muy sutil. Retomando a la
metáfora del puzzle, la diferencia es apenas apreciable entre las piezas.
Incluso un mismo grupo puede comportarse algunas veces como organismo y otras
como organización. Waldo Frank ponía en su obra “El redescubrimiento del
hombre”, el ejemplo de un equipo profesional de beisbol. Según Frank, el
equipo actúa como organización “en cuanto los hombres que juegan tienen
objetivos e impulsos que el equipo no expresa íntegramente”. Por el contrario,
operan como organismo “en cuanto los jugadores llegan a absorberse espontánea y
apasionadamente en vencer en un encuentro determinado”.
Waldo Frank
Llevada
a un terreno menos profano, el de la historia, Waldo Frank describe a la Polis
de Grecia como paradigma de un organismo, y a la Roma imperial como
organización arquetípica, “una organización de organismo cuya sangre gradualmente
agotó”. La antigua Roma fue, desde este punto de vista, una pesada maquinaria
de poder que anulaba cualquier forma de organismo. Incluso cuando el estado
romano adoptó el cristianismo como religión del Estado, traicionó o persiguió
el espíritu orgánico de las primeras comunidades cristianos utilizando
estrictos métodos de organización. La Iglesia, como institución heredera del
jerarquizado, hiper-organizado y poderoso estado romano, tuvo un papel clave, tal y como han demostrado Lewis
Mumford y el citado Waldo Frank, en la aparición de la máquina y formas opresoras
del colectivismo (capitalismo, comunismo, fascismo, etc…). Cualquier persona
conocedora de este fenómeno no debería de extrañarse del apoyo que la iglesia
siempre ha mostrado a las instituciones políticas, económicas y sociales más poderosas, que comparten con ella su
voluntad organizada.
El
ser humano parece tener inserto en sus genes un rechazo a toda forma de
organización oprimente, la libertad. Al igual que sucede en la naturaleza, el
gen de la libertad puede sufrir alteraciones y provocar graves enfermedades en
el cuerpo individual y colectivo. Siguiendo esta idea de marcado carácter
organicista, Waldo Frank apuntaba que “el cuerpo, como un todo, debe
constantemente desempeñar su parte dentro del “argumento” de las relaciones,
pero los actores son partes específicas del cuerpo”. Ningún órgano del cuerpo
humano actúa de manera independiente y con un objetivo individualista, son
medios; el fin es el mantenimiento de la vida. Así el estómago, decía Waldo
Frank, “crea alimento no solamente para el estómago, sino para todo el cuerpo;
los órganos sexuales propagan toda la vida del cuerpo; la vista, el olfato, el
tacto, etcétera, efectúan la acomodación completa del cuerpo a su ambiente”.
Lo
indicado para el cuerpo individual, como ser vital y orgánico, es, -en opinión
de Waldo Frank-, también cierto para el cuerpo social. “Las unidades
particulares de hombres y mujeres dentro del grupo desempeñan los actos de sus
relaciones funcionales como un todo con la naturaleza y con otros grupos
humanos. Así como existe una constante relación entre la supervivencia del
hombre y la actividad de los constituyentes de su cuerpo, así también
existe una relación entre la supervivencia del cuerpo colectivo del hombre y
los papeles especiales de sus constituyentes: el agricultor, el trabajador, el
soldado, el sacerdote, el político. Y eso puede parecer que cubre toda la
historia de la humanidad”.
Después
de mucho tiempo dándole vueltas a la cabeza, he llegado a la misma conclusión
a la que llegaron Lewis Mumford y su colega Waldo Frank: uno de los asuntos
claves en la humanidad y en su modo de organización como sociedad es el eterno
conflicto en la visión mecánica y la visión orgánica de la existencia humana y
todo lo que con ella se relaciona. La primera de las visiones se relaciona con
la máquina, la segunda con la naturaleza. Cada día este eterno conflicto entre
mecanicismo y organicismo se aprecia con más claridad. El escenario donde se
libra la batalla entre mecanicista y organicista ha sido y es de lo más
variado. En arquitectura, Frank Lloyd Wright y Antoni Gaudí frente a Le
Corbusier y los representantes del llamado “Estilo Internacional”; en la
música, Mozart frente a la música electrónica; el cerebro frente a la
inteligencia artificial; el proyecto educativo de Dewey frente a los postulados
de Comenius; la pintura de Goya frente a los cuadros de Andy Warhol; la
medicina natural frente a la institucional, etc…
Casa de la Cascada de Frank Lloyd Wright
El
resultado del conflicto que dirimen organicista y mecanicista cobra especial
relevancia en el plano del poder político y económico. Desde la democracia
orgánica que surgió en la Atenas clásica hasta la oligarquía mecanicista de hoy
han pasado muchos siglos de abierto enfrentamiento entre dos visiones
contrapuestas de la naturaleza humana en el sentido individual y colectivo. No
cabe duda que la cosmovisión mecánica viene siendo la predominante desde al
menos el siglo XVI y su influencia no ha dejado de acrecentarse. Según se ha
ido imponiendo la visión mecánica, la condición humana ha experimentado un
notorio deterioro. Hemos perdido nuestra conexión orgánica con el todo, que no
es otra cosa que la propia tierra y la amplia ecúmene que la ocupa. La disolución de los lazos que nos unen con
el planeta y con nuestra propia especie nos ha conducido a dos procesos
paralelos: la sociodesintegración y la psicodesintegración.
El reto que
tenemos ante nosotros, la revolución esperada, es el triunfo de la visión
orgánica. Este momento llegará, según Waldo Frank, cuando el hombre, “que
durante dilatadas épocas ha empleado todos sus órganos individuales y
colectivos para el bienestar del yo, empíricamente considerado, aprenda que
este yo, así cuidado y así servido, pierde su salud: que por su bienestar debe
esforzarse en ser un integrador dentro de un todo metafísicamente fuera de él”.
En resumidas cuentas, nuestra misión futura consiste en la reordenación de los
tres componentes del yo: el ego social, el ego somático y el yo cósmico. Este
último, el espíritu, con capacidad infinita para elevarse, tiene que ocupar el
lugar central, hoy día monopolizado por el ego somático, dando lugar al egoísmo
e individualismo reinante. Este proceso de reacondicionamiento interno está
todavía en sus primeras etapas y aparece fugazmente en ocasiones puntuales que
calificamos de “revolucionarias”.
Cornelius
Castoriadis llamó la atención sobre el hecho no causal de que “cada vez que se
produjeron grandes movimientos revolucionarios o reformadores de la sociedad,
en el auténtico sentido del término, comenzaron casi sin excepción con un
impulso de restauración o instauración de la democracia directa”. Así ocurrió
en América del norte, entre 1770 y 1780, durante la Revolución Francesa, la
Comuna de París, en la Hungría de 1956 o, más reciente en el tiempo, con el
movimiento 15M, Occupy Wall Street, etc…Todo parece indicar que la tendencia
hacia el organicismo es innata en el hombre y surge cada vez que las distintas
representaciones del poder ahogan la libertad del hombre. El éxito o fracaso de
estos movimientos depende, en última instancia, de la constancia, la voluntad y
el esfuerzo de sus integrantes.
Lewis Mumford
En un
interesante artículo de Daniel Mari Ripa, titulado “¿Por qué partidos y
sindicatos no conectan con las personas jóvenes y precarias?” (El Viejo Topo,
nº 302, marzo 2013), describe, sin identificarlo como tales, evidentes rasgos
de organicismo en el grupo social que analiza, mezclados, eso sí, con evidentes
síntomas de individualismo. Nos hemos convertido en seres bipolares. Por un
lado, como indica este investigador, “seguimos teniendo la necesidad de
construir relaciones con otras personas”, pero ésta se ha vuelto etérea y
cambiante, líquida si utilizamos el término acuñado por Zygmunt Bauman.
Sentimos un rechazo generalizado a cualquier forma de organización
jerarquizada, tipo sindicato, partido político o incluso organización no
gubernamental. La militancia parece cosa del pasado. Un término a engrosar el
diccionario de arcaísmo de la Real Academia de la Lengua Española. Para Mari
Ripa, como expresamente subraya, “el universo 15M no puede reducirse a una
organización”. Y no puede hacerse por un motivo que este investigador no
termina de identificar y designar con el término correcto. No es una
organización porque tiene vocación de organismo. Pero no llega a cuajar por un
rasgo que él acertadamente diagnostica: la mayoría de sus integrantes “parecen
sumidos en el individualismo del consumo”.
Al final de su
artículo, Daniel Mari Ripa llega a cuestionarse sobre un aspecto fundamental de
este difícil equilibrio en organismo y organización. Resulta evidente, como
subrayó Waldo Frank, que “una sociedad de organización acumulada (en el mejor
de los casos con grupos residuales en su interior) condena al hombre a ser el
inválido que es en la actualidad, a pesar de todo el esplendor de sus
máquinas”. Desde su punto de vista, que comparto, “solo los grupos orgánicos
pueden establecer un orden social orgánico. Solo las personas (Waldo Frank
distingue por su grado de psicointegración entre individuos y personas) pueden
constituir grupos orgánicos. Por el contrario, una sociedad organizada
destruirá los grupos orgánicos dentro de ella y convertirá a sus personas en
mártires”. El modelo que propone Waldo Frank es puramente orgánico, aún
indicando las evidentes diferencias entre los procesos biológicos y sociales.
Para este enorme pensador, injustamente olvidado, “nuestro norte en la
previsión de la sociedad orgánica debe ser la forma de actuar de las células
que se desarrollan en el cuerpo viviente. Su método es un profundo misterio. De
algún modo, dentro de ellas, está implícito el destino formal de cada parte en
el todo, y del todo; y su destino
compartido les hace colaborar”.
Existe una ley
interna en la naturaleza a la que ningún ser vivo puede escapar. El cuerpo
biológico nace, crece, madura y después decae hasta morir. Algunos pensadores,
como Oswald Splenger, cayeron en el error
de aplicar este mismo proceso a las sociedades humanas. Como respuesta a esta
visión del desarrollo civilizatorio que le llevó a Spengler a escribir su
famosa obra “La decadencia de Occidente”, autores como Lewis Mumford o Waldo
Frank, defendieron que las comunidades orgánicas presentan una forma
parabólica, siempre abierta y cambiante. El término elegido por Mumford para
definir este proceso fue el de “equilibrio dinámico”.
La cuestión
clave que debemos intentar resolver es cómo podemos conservar en una democracia
el poder en manos de los ciudadanos sin que caiga en las garras de una
burocracia tentacular dada la complejidad del mundo en el que nos ha tocado
vivir. En el plano de la organización territorial de un estado como España, los
términos organicismo y mecanicismo son intercambiados por los de federalismo y
centralismo. El centralismo parece más eficaz, ya que las decisiones son
tomadas por un restringido número de personas, -en las mal llamadas democracias
representativas-, y en una sola cuando estamos ante una dictadura. Por el
contrario, en las formas de organización territorial descentralizadas, las
decisiones tienen que ser negociadas y consensuadas. En un cuerpo biológico, la
buena voluntad y la predisposición a la colaboración se consideran inherentes.
Nunca se ha visto que un corazón se quiera independizar de su propio cuerpo.
En una nación
que quiera tener éxito y no fallecer, cada una de las regiones debería actuar
como un órgano, “y así como las células dentro del órgano colaboran para
formarlo”, los órganos territoriales que conforman un determinado país colaboran para formar
todo el cuerpo político. De modo que, como señala Waldo Frank, “el cuerpo político,
como un todo, nutre a los órganos, a las células, del cuerpo total, alimentando
sus partes y distribuyendo el oxígeno de la vida a través del torrente
circulatorio”. Soy consciente que el ejemplo elegido puede resultar polémico,
ya que la conformación del cuerpo territorial español, como el de muchos otros
países, dicta mucho de ser orgánico. La imposición por la fuerza o la coacción
queda fuera de los procesos orgánicos, donde los vínculos de relación
predominantes son de tipo simbiótico, aunque también se dan ejemplos de
parasitismo.
Llegamos a un
punto clave, con el que quiero finalizar este esbozo de un trabajo más amplio
que estamos realizando sobre el eterno debate entre organicismo y mecanicismo,
la cuestión de cómo conseguir personas orgánicas que hagan posible una sociedad
de la misma índole. Debemos establecer una metodología para inculcar a cada
miembro de la sociedad algún principio similar al de las células en el
organismo biológico que, aún siendo una parte del todo, comparten su misión
destino y colaboran en su realización. Según Waldo Frank, “en el caso de las
células biológicas, el conocimiento organísmico es misterioso y subconsciente.
En el de las células sociales, el conocimiento, si bien misterioso, se
convierte en consciente”. Necesitamos, por tanto, ser conscientes, en todo
momento y lugar, de que somos parte de un todo, de un cosmos, de una naturaleza
compartida con el resto de seres vivos, de una comunidad global de seres
humanos con un destino común, que deben agruparse de manera orgánica, partiendo
de la familia, el vecindario, la ciudad, la región, la nación, la confederación
de países hasta llegar a constituirse en una única comunidad humana. Para ello
es necesario tener la voluntad para crear la armonía de la integración en la
sociedad, cuyo componente básico son personas que han desarrollado la misma
capacidad de integración en su ser interno. Un camino del individuo a la persona
que requiere despertar en el ser humano su innata tendencia a la comunicación,
la comunión y la cooperación, instintos que hoy se encuentran anestesiados por
los continuos esfuerzos del complejo del poder que fomenta de manera interesada
la desconfianza entre las personas y los grupos sociales.
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