En la historia de la aparición de la vida en
nuestro planeta tuvo lugar, hace varias decenas de millones de años, un punto
de inflexión. La era de los reptiles dio paso a la de los mamíferos. Esta era
de los mamíferos se vio acompañada de una explosión de flores. Según Mumford, este estallido floral no fue un mero
mecanismo ingenioso para respaldar la reproducción, sino que las flores
asumieron una variedad de formas y colores que en la mayoría de los casos no puede explicarse por su valor
en la lucha por la supervivencia. Tal florecimiento constituye un ejemplo de la
irrefrenable creatividad de la naturaleza. Todo esto sucedió mucho antes de que
el hombre apareciera y fuese desarrollando conciencia de la belleza y su deseo
de cultivarla. La condición del hombre fue alterándose progresivamente, con su
cada vez mayor sensibilidad a la vista, al tacto y al olor de la flora
circundante. En este sentido, todos somos hijos de las flores.
El deseo del cultivar las plantas se convirtió en una
necesidad vital para el hombre y la
razón de su éxito como especie. En el huerto y el jardín, un mundo en que la
vida prosperaba sin grandes esfuerzos ni matanzas sistemáticas, el hombre tuvo
sus primeros atisbos del paraíso, pues paraíso no es más que el término persa
original para un jardín vallado. Nuestras ciudades, con sus calles asfaltadas,
el incesante ruido y el continuo trasiego de vehículos esta ausentes de las
gratificaciones humanas que nos aporta el aroma de una flor o una hierba, el
vuelo o la canción de un pájaro, el resplandor de una sonrisa o el cálido roce
de una mano.
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