martes, 4 de junio de 2013

DESORIENTADOS

No podía haber encontrado el gran escritor libanés Amin Maalouf mejor título para su última obra, “Los desorientados”. Este título expresa a la perfección el sentimiento general en estos convulsos momentos de profunda crisis multidimensional. La sensación de desorientación es característica de las épocas de decadencia de los ideales. En nuestro tiempo, las fuerzas que enfrentan a la decadencia de la cultura han sido debilitadas; debilitadas por la muerte y la deserción, por la depresión psicológica y la crisis económica. Formamos parte de un mundo enfermo, similar al descrito por Thomas Mann en su obra “La Montaña mágica”.  Su protagonista, el joven Hans Castorp, -un niño mimado por la vida, en opinión del narrador de la novela-, adquiere la enfermedad por el hecho mismo de tomar preocupaciones contra ella. Sin embargo, después de una larga temporada en su voluntario retiro en el sanatorio de Berghof, siente el irrefrenable deseo de hallarse sólo con sus pensamientos y decide adquirir unos esquís para entrar en contacto más libre con las montañas cubiertas por la nieve. Un paisaje que, estaba convencido Hans Castorp, “era la decoración más conveniente para madurar los complejos de sus pensamientos, que era aquél un lugar indicado para alguien que, sin saber mucho de él, se hallaba agobiado por la carga de gobernar pensamientos que concernían al Estado y a la posición del Homo Dei”.

Atraído por la soledad de la montaña, Hans Castorp perdió el sentido de la orientación y se vio de manera repentina atrapado en una fuerte tormenta de nieve. A pesar de todo, avanzaba haciendo frente a la tormenta. Pronto le sobrevino el deseo y la tentación de tumbarse y de reposar. Se decía “que era como cuando durante una tempestad de arena en el desierto los árabes se tienden boca abajo y se envuelven la cabeza con el albornoz”. Pero Hans Castorp se comportó valientemente y resistió  a la tentación de dejarse llevar. Para su desesperación, y tras una agotadora ascensión contra el viento, llegó a una construcción que no supo en principio identificar, pero que al final se trataba del refugio de piedra del que había partido. Al igual que su pensamiento, y el de muchos de nosotros en este periodo de desorientación, “daba vueltas, se imaginaba avanzar y describía en realidad vastos y estúpidos círculos que conducían de nuevo al punto de partida como la engañadora órbita del año”.

Presa del cansancio y el abatimiento, el protagonista de “La Montaña Mágica”, se apoyó contra la pared exterior más protegida del refugio y allí cayó en un profundo sueño. Su imaginación le transportó a un hermoso parque, habitado por seres llenos de salud, inteligentes y felices. Pero, de pronto, miró hacía atrás y descubrió que el refugio sobre el que reposa su espalda era en verdad un templo en cuyo interior dos mujeres descuartizaban a un niño. La visión de esta horrible escena le hizo recobrar la conciencia. Al hacerlo experimentó una sensación de extraordinaria lucidez: “He aprendido mucho entre esas gentes de aquí arriba, he subido muy alto por encima del país llano, hasta el punto de haber perdido casi el aliento; pero desde la base de mi columna disfruto de una vista que no me parecía mala…He soñado sobre el estado del hombre y su cortés comunidad, inteligente y respetuosa, detrás de la cual se desarrolla en el templo la espantosa escena sangrienta….

La parábola que nos ha legado Thomas Mann no podía ser más bella y perfecta. Un hombre, miembro de una sociedad enferma como la nuestra, siente un fuerte deseo de adentrarse en los procelosos caminos del pensamiento. Cuanto más se acerca a la cima, una tormenta le impide avanzar. Se pierde, siente el deseo de dejarse arrastrar, de meter la cabeza bajo la tierra como un avestruz, vuelve al mismo punto de partida con la frustración que ello conlleva.  Y sin embargo, el esfuerzo ha merecido la pena. Desde lo alto de la montaña disfruta de una vista que le permite entender la realidad en todas sus dimensiones: personal, grupal y cósmica. Experimenta lo que Frank Waldo llamaría una revelación, un contacto con el yo cósmico.     

En Ceuta, ciudad pequeña y marinera, estamos poco acostumbrados a subir a lo alto de la montaña, a pesar de disfrutar de hermosas vistas panorámicas desde las que podemos divisar la totalidad de nuestro pequeño pueblo. Quizá esto explique que nuestro pensamiento se encuentre siempre al nivel del mar. Nuestra altura mental es escasa. Es difícil entender que en un espacio tan pequeño andemos tan desorientados. Y no será por falta de puntos de referencia. Tenemos un norte rico y consumista, del que nos sentimos parte como una pequeña partícula desprendida violentamente por las olas que han terminado adheridas al otro lado del Estrecho. Al sur, un país pobre y cargado de injusticias sociales, al que damos la espalda con desdén y resentimiento por su deseo de integrarnos en un continente del que, si pudiéramos, nos gustaría desprendernos para volver a unirnos al lugar que muchos reconocen como su matriz. Somos, en definitiva, una isla, sin vocación insular, que sueña con emprender un camino de regreso imposible.

Esta pen-ínsula, esta casi isla, guarda muchas semejanzas con el sanatorio de Berghof, el escenario principal de “La Montaña Mágica”. Está plagada de enfermos o profundamente afectados por la enfermedad, desde el médico jefe y sus ayudantes, representados en nuestra ciudad por el Sr. Vivas y gobierno, hasta los pocos que procuramos subir aunque sea al Monte Hacho o a García Aldave para entender lo que sucede en esta compleja ciudad de Ceuta. La enfermedad, -cuyo principal síntoma es la deserción de nuestra responsabilidad en mejorar nuestro autoconocimiento y autodesarrollo, además de contribuir en la elevación espiritual de nuestro grupo social-, es parte esencial de nuestra vida. Una abundante provisión de alimentos, continua atención médica, los lujos del servicio perfecto, deportes, diversiones, distracciones interminables, ninguna preocupación por el mundo, hacen de Ceuta, esta particular casa de salud, el paraíso mismo en el contexto de un mundo en decadencia. Somos, al igual que Hans Castorp, según lo describe en multitud de ocasiones Thomas Mann, “un niño mimado por la vida”. Bueno, para ser exactos, tendríamos que decir no por la vida, sino por el Estado. Y como todo niño mimado no valora el cariño que se nos da, no nos conformamos con nada y todo nos parece poco.
Claro que en este sanatorio no todos los enfermos reciben el mismo trato. Muchos nacen condenados a la muerte, -social y económica, entiéndase-.   El principal problema es que el sanatorio está abarrotado y su ampliación resulta imposible por motivos de espacio. Los irresponsables directores con los que ha contado el centro fueron llenando las habitaciones sin previsión pensando que eso era bueno para el negocio. Cuando las habitaciones estaban llenas, metieron más camas. Y cuando ya no cabían más, ocuparon otras dependencias del sanatorio, llegando incluso a comer terreno de los jardines por los que paseaban los enfermos. El hacinamiento ha alcanzado tal extremo que los enfermos empiezan a quejarse y han surgido patologías propias de estas insalubres condiciones de habitabilidad (violencia, crispación social, desesperación, enfermedades físicas y psíquicas, etc…). El Delegado del Gobierno ha sido el primero en llamar la atención al cuerpo facultativo del sanatorio, preocupado sobre todo de la parte de los gastos que le corresponde aportar al Estado para mantener abierto el centro.

A unos y a otros, les invitamos a que salgan de sus despachos. Pónganse unas cómodas zapatillas para emprender un duro camino por los senderos del pensamiento hasta llegar a la cima, muy por encima del país llano en el que habitan tan despreocupados, para comprender la compleja realidad que les rodea y atisbar la sociedad constituida por seres inteligentes y respetuosos, que es posible establecer si somos capaces de huir de los poderosos tentáculos del complejo del poder que nos impide avanzar y mejorar como especie. Una vez instalados en la cima, -si pueden   llegar hasta ella-, hagan todo lo posible para que los demás sigan su camino. No sea que le pase lo mismo que al joven Hans Castorp,  el cual, al volver a la “atmósfera civilizada” de sanatorio, vio como su sueño empezaba a palidecer. Y “aquella misma noche ya no comprendía muy bien lo que había pasado”.

lunes, 3 de junio de 2013

EL FILÓSOFO EUTRAPELOS


¿Tiene que ser el filósofo sinónimo de hombre serio y taciturno? No necesariamente. Aristóteles, consideraba que el hombre cultivado podía encontrar la diversión mediante las bromas de buen gusto. Claro que, como buen griego y máximo defensor de la necesidad del equilibrio en todos los ordenes de la vida, alertaba contra pecar por defecto o exceso en esto del buen humor. “Ya que en la vida debe haber también esparcimiento, y en este esparcimiento también una conversación en la que tenga cabida la broma, el hombre debe encontrar un punto intermedio entre lo mucho y lo poco”. A este respecto comenta Marc Fumaroli en su obra “Paris-Nueva York-Paris” que “sólo el hombre eutrapelos sabe encontrar este medio, evitando caer en la bufonería,  pero también en la rusticidad o en la pedantería. Fumorali define  la eutrapelia como “la virtud de los seres civilizados, que los mantiene al margen tanto de la euforia vulgar como de la seriedad cazurra, en gracioso equilibrio en el uso del juego, la chanza y la conversación alegre. Se aparta tanto de la licencia grosera como de la pesada taciturnidad: “los que saben bromear con medida son llamados eutrapelos”.  La eutrapelia está igualmente presente en las relaciones de amistad. Una virtud, por tanto, en consonancia con el “alto ideal social y moral de humanidad griega, risueño, benevolente y magnánimo”.

            Al pensar en la eutrapelia le he puesto nombre y rostro: Javier Gomá Lanzón. A él dedico este breve comentario en agradecimiento por su amabilidad y simpatía.

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LA RELACIÓN ENTRE LIBERTAD Y NECESIDAD


Dicen de los buenos libros que no necesitan que el autor dé explicaciones de los mensajes que encierran. Este es el dilema al que se enfrentaba, por ejemplo, Gonzalo Torrente Ballester en la introducción a su obra “Off-Side”: “en el momento en que escribo esta introducción, aún no he decidido a agregar al texto las líneas que lo aclararían todo, o a dejar el texto como ésta. Tendré que elegir, finalmente la fidelidad a los lectores espabilados o la concesión requerida por los vulgares”. Una idea similar tuvo que ocupar la mente de Tolstoi cuando terminó  de escribir su monumental “Guerra y Paz”. Al final de este hermoso libro Tolstoi introdujo un capítulo final en el que desvela algunas claves de las intenciones que perseguía con tan magistral libro. Entre  los mensajes que ha dejado para el futuro, este apéndice incluye una reflexión que cobra especial relevancia en los tiempos de crisis que nos ha tocado vivir y sufrir: la relación entre libertad y necesidad. A este respecto Tolstoi comentaba que “todo acto humano se nos presenta siempre como una cierta mezcla de libertad y necesidad. En fin, observamos en cada acto que examinamos una cierta parte de libertad y otra de necesidad, y en todos los actos cuanta más libertad advertimos en un acto, menos necesidad descubrimos en él, y viceversa.

                La relación existente entre libertad y necesidad disminuye  o aumenta según el punto de vista desde el cual examinamos el acto, pero aquélla sigue siendo inversamente proporcional”.

                Es cierto que a día de hoy muchas personas carecen de libertad porque sus necesidades básicas no se encuentran cubiertas. Sin embargo, en nuestra época sucede algo que hubiese dejado perplejo al propio Tolstoi. Los integrantes de la denominada clase media tienen resueltas sus necesidades elementales, pero no han obtenido como correlato un incremento en su libertad. Por un lado, han perdido la capacidad y los conocimientos para satisfacer estas necesidades de forma autónoma. Y por otro, viven presos de una amplia gama de necesidades creadas sin cesar por el mercado para mantener la supervivencia del sistema capitalista.
 
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UNA NUEVA LITERATURA PARA UN RENOVADO ORDEN MORAL


Como hemos comentado en una entrada anterior, Walt Whitman en su obra “Perspectivas Democráticas” (1871) dibuja una dantesca imagen del paisaje moral de su época. Así es cómo lo describe y la medida que propone para hacerle frente: una nueva literatura que deberá servir de sostén a la vida.

….Preciso es confesar que cuando ojos severos miran a la humanidad a través de los lentes del microscopio moral, aparece una especie de Sahara estéril y chato, compuesto de ciudades pobladas por gente subalterna y grotesca, pálidos espectros que se entretienen con bufonadas sin sentido. Reconózcase que en todas partes, en la tienda, en la calle, en el teatro, en el bar, en la cátedra, prevalecen la petulancia y la vulgaridad, la baja astucia y la infidelidad, y que en todas partes se encuentra una juventud alechuguinada, vanidosa y envejecida antes de tiempo; en todas partes, una libidinosidad anormal, tipos malsanos de machos y hembras, mujeres pintadas, teñidas, postizas, de mala salud, sangre empobrecida, con poca o ninguna aptitud para la maternidad, y con una muy somera noción de lo bello, del bien y del mal, poca, muy poca educación (dados los resultados obtenidos), probablemente la más pobre del mundo2.

Por consiguiente, en vista de tan lamentable estado de cosas, y para sanear y purificar un ambiente tan corrompido con una vibración salvadora de vida equilibrada y heroica, a la vez, yo digo que es indispensable la aparición de una nueva literatura, destinada no sólo a copiar y reflejar las superficies de la vida o rendir tributo a lo que se ha dado en llamar buen gusto; no sólo a divertir, a hacer pasar el tiempo o a celebrar lo bello, lo refinado, lo pasado, ni tampoco a demostrar la destreza técnica, rítmica o gramatical. Tal literatura debiera servir de sostén a la vida y apoyarse a su vez en sólidas bases científicas y religiosas, poniendo al alcance de los hombres los elementos y las fuerzas que les hacen falta, adiestrándolos, enseñándolos con autoridad y mesura; y, lo que sería tal vez su más importante misión, habría de redimir completamente a las mujeres de aquella red inverosímil de tontos errores, modas y diversos métodos para el completo agotamiento de sus fuerzas, asegurando así para Estados Unidos una raza femenina robusta y suave, una raza de madres ejemplares
 
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CONCIENCIA MORAL Y DEMOCRACIA EN EL PENSAMIENTO DE WALT WHITMAN


Al intentar buscar alguna edición reciente, en español,  de las “Perspectivas Democráticas” de Whitman me quede sorprendido al comprobar que la edición más reciente era de ¡1947!. Se trata de una traducción al castellano de Luis Azúa, aparecida en la editorial argentina Americalee. Acto seguido busqué por Internet alguna copia de este libro y dí con una versión reducida en el nº 101 de la “Nueva Revista” (septiembre-octubre de 2005). Así que he copiado es amplio fragmento de esta obra y el resto la he completado con una traducción que he hecho del texto completo en inglés, que también localicé por Internet.

            Después de leerlo creo que es una lástima que esta obra de Whitman permanezca en el olvido, tanto en España como en el resto de los países de habla hispana. A mi me ha encantado y esta lleno de mensajes de completa actualidad. Yo diría que aborda asuntos imperecederos. Creo que esta obra puede convertirse en una referencia y un punto de apoyo a todas personas interesadas en la regeneración de la democracia y referente para aquellas personas con vocación literaria.

            Como muestra, reproduzco un fragmento en el que Whitman recuerda que sin conciencia moral no es factible la democracia. Es posible que por ideas como éstas, escritas en 1871, al poder establecido no le haya interesado divulgar esta magnífica obra. Resulta increíble observar cómo Whitman supo anticipar en lo que se convertiría su país.


“….Por mi parte, debo prevenir y poner sobre aviso al lector, con la mayor insistencia, contra la difundida y errónea ilusión de que el establecimiento de instituciones políticas libres, que se desenvuelven ordenadamente de acuerdo a los mejores cánones intelectuales, la prosperidad material, las industrias, etc. (dones deseables y preciosos como los más), pueden, por sí solos, determinar el éxito final de nuestro experimento democrático. La Unión que posee tales ventajas en toda su plenitud, o en casi toda su plenitud, acaba de salir victoriosa de una lucha con los únicos enemigos que debe temer siempre, vale decir, los enemigos internos. No obstante, pese a los progresos materiales sin precedentes que se han registrado últimamente en Estados Unidos, la sociedad de este país es tosca, corrompida, supersticiosa y putrefacta. También lo son la sociedad política, o legal, y la privada o sociedad voluntaria. La conciencia moral, o sea la más importante, que vertebra a los Estados o a los hombres, me parece estar totalmente ausente en todas partes o, en el mejor de los casos, muy poco desarrollada o enfermiza.

Afirmo que haremos mejor en mirar bien de frente nuestro tiempo y nuestra tierra, del mismo modo que lo hace un médico que escudriña las facciones de un paciente. Nunca hubo, tal vez, un descreimiento mayor que en los tiempos actuales, y especialmente aquí, en Estados Unidos.

Toda creencia sincera parece habernos abandonado. Nadie cree honestamente en los principios que sirven de base a los Estados (pese a la agitada vehemencia de algunos y a las melodramáticas aclamaciones de otros). Ni la humanidad cree en sí misma siquiera. ¿Qué cosas no ve cualquier ojo penetrante detrás de la careta? El espectáculo es aterrador. Vivimos en un ambiente de hipocresía absoluta. Los hombres no creen en las mujeres, ni éstas confían en los hombres. Una desdeñosa arrogancia cunde en la literatura. El único propósito de los litterateurs es encontrar algo que los divierta. Una cantidad de iglesias, sectas, etc., los más lúgubres fantasmas de los cuales tenga conocimiento, usurpan el nombre de religión. La conversión ya no es tal. La falsedad de espíritu, madre de todos los errores, ha causado ya daños incalculables. Una persona sincera y perspicaz que forma parte de la Inspección Fiscal de Washington y a quien sus tareas obligan a viajar con frecuencia a las ciudades del norte, del sur, del este y del oeste del país, para investigar los fraudes que allí se cometen, ha conversado mucho conmigo acerca de sus descubrimientos. La depravación de los hombres de negocios de nuestro país no es tanta como habitualmente se supone, sino infinitamente mayor. Los poderes públicos de Estados Unidos, federales, estatales y municipales, en todas sus ramas y en todos sus departamentos, con excepción del poder judicial, están saturados de corrupción, soborno, falsedad y mala administración; y el poder judicial se está contagiando. En las grandes ciudades, los círculos donde se roba y se asalta son tan numerosos o más que los ambientes respetables. Entre la gente elegante, la petulancia, los amores torpes, la infidelidad e ideales pequeños o ninguno constituyen la regla. Todo se limita a matar el tiempo. En los círculos mercantiles, donde el business (esta palabra moderna) lo es todo y lo devora todo, trátase únicamente, por todos los medios, de ganar dinero. La serpiente del nigromante de la fábula que devoró a todas las demás serpientes; el hacer dinero es nuestra moderna serpiente del mago, con su indiscutible preeminencia en todos los campos. Los mejores hombres que tenemos para mostrar al extranjero son simples especuladores, bien vestidos. Ciertamente, detrás de la farsa fantástica a que asistimos en el tablado visible de la sociedad, se están llevando a cabo cosas estupendas y trascendentales que habrán de descubrirse algún día; muchos embriones que crecen en la sombra se revelarán a sí mismos a su tiempo. No obstante, la realidad actual no es menos terrible.

Yo afirmo que la democracia de nuestro Nuevo Mundo ha sido, hasta ahora, un fracaso casi completo en sus aspectos morales, religiosos, sociales, literarios y estéticos, pese a sus exitosos resultados materiales, al haber elevado el nivel de vida de las masas con el intensivo desarrollo de las industrias y haberle dado a aquéllas cierto barniz intelectual, popular y engañoso. Marchamos en vano a pasos agigantados hacia un imperio sin precedentes que dejará muy atrás a todos los de los antiguos, desde el de Alejandro hasta el de la orgullosa Roma. En vano hemos anexado Texas, California, Alaska y hemos alcanzado Canadá, al norte, y a Cuba, al sur. Es como si estuviéramos dotados de un cuerpo cada vez más grande con muy poca o ninguna alma”.
 

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domingo, 2 de junio de 2013

CHARLAS DOMINICALES CON MI HIJO (I)

En el libro “Ciudades en Evolución” de Patrick Geddes figura, en su edición argentina de 1960 (editorial Infinito), una serie de anexos. Uno de ellos es un extracto de un breve libro de Geddes titulado “El mundo externo y el mundo interno: charlas dominicales con mis hijos”. Desde que lo leí me quede prendado de su profundo contenido y los domingos, como hacia Patrick Geddes, le leo a un hijo de siete años parte su contenido. Comienza así: “Hoy es domingo por la mañana y podemos pasar unas horas de tranquilidad junto. ¿En qué podríamos aprovecharlas? ¿Qué te gustaría? Una lección. No. Pues sí. Una lección de pensamiento. Bueno, ¿En qué podemos pensar? ¿Qué es el domingo? ¿Supongamos que tratamos de entender algunas de las diferencias entre los días de semana y el domingo? Y puesto que hay más días entre semana que los domingos, preguntémonos primero, ¿Qué hacer con ellos?. Trabajar, jugar, una lección…¿Qué es el trabajo?. Lo que hacemos en la casa,  en el jardín y con nuestras mascotas. Sí. ¿Y las lecciones? Lo que hacemos con los libros y el piano.
Bueno lo que llamamos trabajo está en este mundo externo cotidiano, el “Mundo de Afuera”, llamémoslo; en tanto que las escuelas y las clases tienen por lo menos el propósito de abrir el mundo del pensamiento, el mundo interno…el “mundo de adentro”, digamos. Mundo afuera y mundo adentro configuran así todo nuestro mundo; entremos, pues, sucesivamente a cada uno de ellos y aprendamos a viajar por ambos. Porque ha habido dos clases de grandes viajeros. En primer lugar, los que navegan alrededor del mundo o trepan más y más por los picos de sus montañas, los que se aventuran cada vez más por el helado norte, se internan más en la selva tropical que todos los que por ella los precedieron. Pero los del otro tipo también viajan, y muchos más lejos en sus sillones y en su sueños. Pues, ¿Quién ha visto más: Sir John Murray desde el puente del “Challenger” que circunvaló el globo o el ciego Milton en su Paraíso? Recuerden el soneto de Keats:

“A menudo he viajado en las comarcas de oro
Y muchos hermanos Estados y reinos he visto”.

Verán cómo el mundo del poeta reclama el mundo entero del viajero, englobándolo. Los dos mundos, pues, son dignos de ser conocidos; pero “solo vemos aquello para lo que traemos los medios de ver”. Hasta ahora, con excesiva frecuencia, la educación se ha reducido a tratar de adiestrar los seres humanos para que vivan principalmente en uno u otro mundo; raras veces en ambos. Así era como en el pasado se formaba al soldado o al monje: y cómo hoy se prepara al hombre de negocios o al estudioso. Pero la educación auténtica y completa, la educación que ya se ha anuncia –la de ustedes, pues, lo espero, en cierta medida- debe preparar para ambos mundos; su hombre educado será nuevamente como el Admirable Crichton, en la película que ustedes conocen, con un libro en una mano y un sable en la otra, y mirando adelante por encima de ambos, firme pero sereno. En primer lugar, pues, el mundo afuera. ¿Qué sabemos de él? Salimos a nuestra casa y nuestro jardín, pasamos por la aldea y el poblado, por el campo y la ciudad; pasamos el Borde y el Canal; y cuando hemos recorrido Europa, todavía quedan por ver Asia y África, América y Australia.
            Luego, el mundo de adentro. A éste nunca se lo ha visto con ojos carnales, pese a lo cual no es un mundo imaginario. En un sentido muy genuino y cabal es más familiar, más real que el primero; pues todo lo que lleguemos a saber o sepamos sobre el mundo de adentro, o sobre ambos mundos, está en nuestras mentes. “Pienso, luego existo” –dijo hace mucho un gran filósofo; en tanto que otro es célebre por haber dejado perpleja a la gente al negar que existiera en absoluto la materia. Pero cuando se reflexiona un poquito, se advierte lo que él quería decir; que todo lo que sabemos sobre la materia está en la mente”.

Bueno, Papá, me interrumpe mi hijo: ¿Existen entonces los dragones? Claro que sí, hijo. En el mundo de adentro todo es posible, le contesté. Ahora Alejandro tenemos que dejarlo, pero te prometo que el próximo domingo seguiremos hablando del “Mundo de adentro” y del “Mundo de afuera”.

Sir Patrick Geddes

LA CRISIS MULTIDIMENSIONAL Y LA TRANSFORMACIÓN DEFINITIVA DEL SER HUMANO


Lewis Mumford (1895-1990) ha sido uno de los más brillantes pensadores que nos ha legado el pasado siglo XX. Su pensamiento se plasmó en veintiocho libros y más de seiscientos artículos publicados entre 1914 y 1982. Entre 1920 y 1970 tuvo una enorme influencia en el público americano a través de sus escritos sobre temas tan variados como la tecnología, la historia de las ciudades o la arquitectura. Su repercusión en España ha sido hasta ahora bastante limitada, ya que muchas de sus obras no han sido editadas en nuestro país hasta fechas muy recientes, a excepción de “Técnica y civilización”, reeditada en multitud de ocasiones por Alianza Editorial. Gracias a la iniciativa de la editorial Pepitas de Calabazas hoy se pueden encontrar en las librerías españolas algunas de las principales obras de Mumford, como los dos volúmenes del “Mito de la máquina” y “La ciudad en la historia”. Para acceder al resto de su extensa producción intelectual hay que acudir a antiguas traducciones de editoriales suramericanas accesibles en el mercado de segunda mano, o bien a los originales en inglés. Estas circunstancias explican, en parte, el desconocimiento general de la obra de Lewis Mumford en nuestro país, aunque no podemos descartar, tal y como opina José Ardillo (http://www.diagonalperiodico.net/Mumford-contra-el-apogeo-de-la.html), que sus ideas críticas con el progreso no fueron bien acogidas en la España de los años 70, inmersa como estaba en pleno desarrollismo urbanístico. De ahí que se parase en seco las ediciones españolas de los libros de Lewis Mumford.

Lewis Mumford

Sea como fuere, lo cierto es que las sabias y lúcidas palabras de Mumford no suelen figurar entre los textos de los pensadores españoles. Algunos sí que lo tienen como un referente indispensable para abordar asuntos como el estudio de las ciudades o la economía ecológica. Este es el caso de José Manuel Naredo o Joan Martínez Alier, entre otros. Para el resto de los intelectuales españoles es un autor prácticamente desconocido. ¡Y no saben lo que se pierden!. C.E. Ayres definió a Mumford como una de las más vivas, sensitivas y cultivadas mentes de su generación. Y el periodista de Milton R. Konvitz, del Saturday Review, -según reza en la contraportada de lo libro “la ciudad en la historia” (editorial Pepitas de Calabaza)-, dice que “todo aquel que hable o escriba en la actualidad […] de los problemas de la ciencia, la tecnología y la sociedad, ha aprendido de Lewis Mumford. Los contemporáneos de Erasmo decían que “era un hombre nacido para resucitar la literatura”. Podríamos decir de Mumford que es un hombre nacido para resucitar la humanitas y el ideal de la dignidad humana”.

Para quienes sentimos auténtica pasión por el pensamiento mumfordiano nos resulta difícil señalar nuestra obra preferida. Todas son de un nivel intelectual sobresaliente, pero si tuviera que elegir una me quedaría con “Las transformaciones del hombre” (1956). Este libro se ha convertido para mí en un fetiche. No puedo desprenderme de él. Son de esos libros que, como comenta Ángel Gabilondo en “Darse a la lectura”, forman parte inseparable de nuestras vidas y siempre aparecen alrededor nuestro, ya sea en la mesita de noche o en la cartera. Forman parte de ese exclusivo grupo de objetos que salvaríamos de un incendio o nos llevaríamos a una isla desierta.
 
 

Es interesante comentar algunos detalles de cómo se gestó esta obra. Según cuenta el biógrafo de Lewis Mumford, Donald L. Miller, el primer borrador de “Las transformaciones del hombre” lo escribió en tan sólo tres semanas, trabajando día y noche con desenvoltura y excitación. La facilidad con la que redactó este libro le pareció un regalo de su inconsciente. Tal fue la sensación que le causó la redacción de esta obra que le escribió a su amigo Frederic J. Osborn para decirle que este libro era “uno de los más lúcidos, quizás la más brillante exposición que yo, o cualquier otro, ha hecho resumiendo la historia humana”. No le falta razón en esta contundente afirmación.

Por motivos de espacio y necesaria síntesis en el comentario de esta obra de Lewis Mumford no podemos extendernos demasiado en la descripción de su particular interpretación de la evolución cultural. En líneas generales, lo que hace Mumford en “las transformaciones del hombre” es cuestionar la importancia del desarrollo técnico en la historia del ser humano. Desde su punto de vista, el hombre no es ante todo el homo faber, una criatura de utiliza herramientas. Por el contrario, Mumford antepone el papel relevante que tiene en el desarrollo del hombre el sueño, el lenguaje y la religión. Estas actividades subjetivas que marcan el desarrollo interno del hombre han marcado la historia del pensamiento y las instituciones humanas. De una primera etapa primitiva, en la que el hombre “carecía de conciencia de sí, porque su yo, como entidad separada del grupo, no existía todavía”, el ser humano pasó a la civilización que “puso un freno exterior a esta subjetividad: impuso una obediencia exterior a fuerzas que no eran las propias, a dioses y reyes sino a situaciones reales de la naturaleza; y proporcionó a todas las actividades humanas un base mecánica de orden”. La siguiente gran etapa en la evolución de la vida interna del hombre vino de la mano del surgimiento de un nuevo ser, el hombre axial. Durante este amplio periodo de la evolución cultural del hombre, su parte interior “se separó del mundo exterior y de sus instituciones que lo aprisionaban. La visión de un Dios Único y unificador, omnisciente y omnipotente, llegó a ser tan real que el mundo exterior, en comparación parecía trivial y sin importancia”. Este dualismo entre “este mundo” y el “otro mundo”, el pronunciado desequilibrio entre la parte subjetiva y objetiva del hombre, han marcado la historia del hombre, según Mumford. La última etapa de la lucha entre lo material y lo espiritual comenzó en el siglo XVII. En contraposición a la profunda religiosidad de los siguientes precedentes, a partir de este momento la unidad entre ambos aspectos de la existencia humana se “lograba suprimiendo o pasando por alto toda expresión subjetiva salvo su propia especie de pensamiento”. Desde entonces la fría inteligencia ha llegado a dominar todos los aspectos de la vida, dando lugar al tipo de hombre más frecuente en nuestros días, el hombre posthistórico.
 
 
 
 
 
¿Y quién es este hombre posthistórico?. Este epíteto fue empleado por primera vez por Roderick Seidenberg, en un libro del mismo título. La tesis de este autor, resumida por Lewis Mumford en la obra de la que venimos hablando, “es que la vida instintiva del hombre, dominante a través de todo el largo pasado animal del mismo, ha ido perdiendo fuerza en el curso de la historia a medida que su inteligencia consciente ha ido conquistando dominio sobre una actividad tras otra”. Lo que en principio podía parecer un logro para la humanidad, el control de la parte instintiva del ser humano, ha derivado en un dominio absoluto de la inteligencia que presiona sobre las actividades biológicas y sociales hasta el grado de que aquella “parte de la naturaleza humana que no se someta complacientemente a la inteligencia con el tiempo será destruida o extirpada”.
 

Vemos, pues, que la falta del ideal de totalidad en sí ha dado lugar a un tipo de personalidad desequilibrada que, o bien miraba demasiado hacia dentro, o bien hacia fuera con la misma desmesura. Este ideal del hombre total y equilibrado surgió en determinados periodos históricos como la cultura griega de los siglos VI al IV a.C., y en su réplica en el Renacimiento humanista, pero fueron “momentos estelares” de la historia, como aquellos magistralmente descritos por Stefan Zweig en el libro del mismo nombre. No llegaron a cuajar, al menos en el caso de la Grecia Clásica, porque le faltaba un elemento indispensable, la universalidad. Según Mumford, los griegos “no comprendieron que la unidad y el equilibrio que buscaban necesitaba del auxilio de otras culturas y de otros tipos de personalidad”. No obstante, el ejemplo heleno demuestra, en palabras de Mumford, la posibilidad real de alcanzar este ideal de la humanidad basado en la conjunción de la totalidad, el equilibrio y la universalidad. Partiendo precisamente de este último principio, Mumford dibuja en los últimos capítulos del libro su propuesta para alcanzar una “cultura mundial”, una alternativa viable a lo que hoy día llamamos globalización. Un proceso de mundialización que debe venir acompañado de la creación de un nuevo ser. En resumen, para Mumford ha llegado el momento de otra transformación histórica, nosotros decimos que la definitiva, ante la que no cabe la duda ni la procrastinación, ya que si retrocedemos ante este esfuerzo confirmaremos la emergencia definitiva del posthistórico, que también es posthumano.

Santuario de Delfos

Nos enfrentamos a la transformación última del ser humano. La actual crisis multidimensional es un síntoma evidente de la práctica culminación de la reconstrucción, -por parte del hombre posthistórico-, de la megamáquina impulsada por el pentágono del poder (energía, poder, productividad, propiedad y prestigio). La única alternativa es la “creación de una cultura mundial que incumbe a toda la humanidad a cada ser en particular. Toda comunidad y sociedad, toda asociación y organización, tiene un papel que desempeñar en esta transformación, que ha de afectar a todos los sectores de la vida”. Un esfuerzo que incluye la producción de “una especie más completa de hombre de la que hasta ahora ha revelado la historia”. ¿Cómo sería este renovado ser humano?. Para Mumford “la situación actual exige una clase de persona capaz de abrirse paso a través de las fronteras de la cultura y de la historia, que hasta el momento ha limitado el crecimiento humano. Un persona no marcada indeleblemente por los tatuajes de su tribu ni coartada por los tabúes de su totem, no metida para siempre dentro de las ropas de su casta ni embutida dentro una armadura profesional que no puede quitarse ni aunque ésta ponga en peligro su vida. Una persona a quien sus restricciones dietéticas religiosas no le impidan participar en el alimento espiritual que ha resultado nutritivo para otros hombres; y, por último, una persona cuyos anteojos ideológicos no le estorben permitiéndoles sólo entrever alguna vez el mundo tal como se muestra a hombres con otros anteojos ideológicos, o tal como se revela a quienes, cada vez con mayor frecuencia, son capaces de una visión normal sin ayuda de lentes”.

La crisis que atravesamos en estos tiempos no es sólo una crisis económica. Nosotros la vemos más como una lucha entre un mundo ya agotado, el capitalismo, y el nuevo que pugna por nacer. Compartimos, de este modo, el diagnóstico de José Luis Sampedro sobre el agotamiento del sistema capitalista y la urgente necesidad, decimos nosotros, de permitir la eclosión de una nueva cultura mundial y un nuevo ser humano, alternativo al hombre posthistórico, que tenga como principal tarea de la vida la educación y el pensamiento, objetivo igualmente señalado por Sampedro. Un concepto de educación que englobe el autodesarrollo, la formación del carácter y la conversión. Se trata de recuperar la idea de la paideia griega, entendida como una transformación de la personalidad humana que dura toda la vida, y en la cual todos los aspectos de ella desempeñan un papel.

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Albert Camus

La promesa de una nueva era, caracterizada por un mundo abierto y un hombre completo y equilibrado, dedicado al cultivo de los aspectos elevados de la vida humana (justicia, arte, amor, verdad y solidaridad), -frente al tribalismo, el odio irracional, la brutalidad, la autoafirmación patológica y la autodonación-, está al alcance de nuestra mano, reposa en el interior de nuestro ser a la espera de ser activado. Una era imaginada por Lewis Mumford, en la que “el trabajo y el ocio, el saber y el amor, se unirán para dar una forma nueva a cada etapa de la vida y una trayectoria superior a la vida en su totalidad”. Yo, personalmente, confío en la posibilidad de este nuevo mundo que hasta ahora tan sólo ha sido posible en la imaginación de gigantes del pensamiento como Lewis Mumford. Mi homenaje a quienes nos han iluminado el camino a seguir. La revolución definitiva de la que hablaba Albert Camus en “El hombre rebelde” la estamos librando estos días. Quienes dejaron el trabajo a medias en anteriores revoluciones nos dejaron señales en el camino. Chateaubriand, concluyó sus “Memorias de Ultratumbra” con una predicción, con la que nosotros también damos por concluido este artículo: “sin duda habrá penosas estaciones; el mundo no puede cambiar de faz sin que haya dolor; pero, como he dicho, no serán revoluciones aisladas, sino la gran revolución que llega a su fin. Las escenas del mañana ya no me atañen; llaman a otros pintores; a vosotros, señores”.
 
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Chateaubriand